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«La Codorniz», allá en los años cuarenta —tan denostados ahora por muchos que no los conocieron, por la sencilla razón de que no habían nacido todavía—, enseñó una risa nueva, distinta, a los españoles. Mihura, Tono y Herreros acertaron con un humor neutro y blanco (bastante a la italiana) que equidistaba de la sátira, del tópico, del chiste baturro, del chiste verde y de la mala uva. Don Venerando, aquel tipo atornillado a su lógica particular hasta el punto de hacer perder la lógica a sus interlocutores, o el Abate Simón, con sus «tablas para el progreso de la humanidad» que inventaba los puentes como expediente obligado para poder inventar los ríos, o «Fred Carrascosa», aquel caballero dramático que cruzaba en sus logomaquias y entresijos mentales a Rocambole, a Shakespeare y a Muñoz Seca, pusieron mucha agilidad en la manera de pensar de los jóvenes de entonces. Luego, «La Codorniz», al ir ganando público fue perdiendo originalidad, y su risa no era la misma. Se contagió del ambiente y no era como antes. Al principio se entraba en la lectura de «La Codorniz» como en una cápsula que nos transportaba a otro planeta, cuyos polos, cuyos ejes y cuyos trópicos dislocaban la gravedad de nuestros juicios. Pero había la seguridad de que se podía salir de la cápsula tan pronto lo deseásemos, y ello aumentaba el regocijo, como sucede en las diversiones de cucaña de feria. Si aquella revista de humor nos alentaba para no tomar demasiado en serio los convencionalismos que nos amargan en algún momento la vida, ello no implicaba que «La Codorniz» fomentase ninguna «angustia», porque, al contrario, una vitalidad jugosa campeaba a lo largo de sus páginas. Por eso, los adeptos de aquella «La Codorniz» de los años cuarenta, tenemos una enorme capacidad para entender a Ionesco —y para aplaudirle—, pero adolecemos de una pereza infinita para enfrascarnos en los dramas de un Buero Vallejo. Pero no es que «La Codorniz» nos inculcase una frivolidad. Es que nos ayudó al equilibrio, que no es lo mismo. Quizá la lectura de aquella «La Codorniz» de los años cuarenta era perfectamente compatible con la lectura de la «Imitación» de Kempis y, por supuesto, de «Don Quijote». Pienso que cada hombre debiera proponerse el «menú» de las propias lecturas y, para mí, las «especias» de los artículos de Tono y de los «muñecos» de Herreros, festejaban como un postre o un sorbete delicioso las suculencias de un libro de Unamuno o la finísima incisión —casi estímulo intravenoso— de un capítulo de Azorín».
Ahora «La Codorniz» —leemos— va a superar su período de barroca decadencia, y su nuevo director declara que, para la nueva singladura de la revista, quiere huir de dos graves y tontas tentaciones: la politización y la sexualización.
Demostrará, entonces, «La Codorniz» que tiene olfato, dará excelentes pruebas de buen sentido y de una clara comprensión de lo que una revista humorística debe ser. En épocas de tensión como la que vivimos, la gente parla mucho de política, pero entiende poquísimo de política. No puede darse drama mayor —y a la vez más grotesco— que el de una politización compuesta de innumerables palabras de escasos conceptos y de ninguna vivencia. El hecho de que politicemos con los tres factores, con las nóminas del ministerio, con las clases de gimnasia, con las homilías de las misas de difuntos y con los goles de la Liga, no demuestra sino que tanta política se nos quiere inculcar en cursillo intensivo que, al carecer de manos con que tomarla y agarrarla, nos atasca el paso o nos embarulla la acción, todo cuanto, recetado como remedio, se nos convierte en enfermedad. Ya que es justamente así: la política cura y la politización mata. La política discurre por los cauces precisos y la politización se carga los cauces. Es posible, pues, que el humorista, en la antípoda del fanático que quería ser profeta y se queda en histrión, sea una de las pocas personas que desde su serenidad irónica y desde su perspectiva sosegada, esté en condiciones de conseguir lo que tanto ahora se precisa y tan poco se practica: la desdramatización.
Igual cabe argüir acerca de la otra tentación que hoy quiere acogotar todos los intentos de conseguirnos, para nosotros mismos, una «persona» que se ajuste como un guante al hombre que llevamos dentro y no acaba de entenderse. Me refiero a la sexualización. La sexualización, como la politización, no es un signo de abundancia. Puede que, más bien, lo contrario La sexualización hace del sexo una desmesurada extensión, pre tende que su área y su mapa lo cubran todo. Pero el sexo arraiga en profundidad, no se derrama en exhibitoria y superficial mancha invasora. Si sexualizamos el cerebro, el arte, el cine, la poesía, la estampa, el libro y hasta el mismo paisaje, ¿no acabará por perdérsenos el sexo? Sucederá lo que a Bonaparte: tantos frentes había que atender que perdió la guerra y estuvo a punto de olvidarse de que era Napoleón en Santa Elena. Decididamente, urgen loss humoristas audaces —quiero decir bien sexuados—, que saliéndose del borreguil rebaño y rebelándose contra el papel de «corista» que hoy la sexualización institucionalizada nos asigna a todos, se pongan a reír y a no parar, a carcajearse sin descanso, de esta pobretería pornográfica, de esta cursilería freudiana, de esta pedantería «antirepresiva» que pretende alzarse con el santo y seña de la Historia. Nada menos que de la Historia, al fin «liberada de sí misma». A veces, los moralistas se desalientan ante el espectáculo que parece trágico. Bien, pero yo creo que un plantel de humoristas está llamado a despertarnos la actitud de burla ante un espectáculo que, a lo mejor es, sobre todo, grotesco y ridículo.
Liberen los humoristas a la política de la politización y al sexo del sexualismo. ¡A ver, esa nueva «La Codorniz»!
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