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PERFECCIONISMO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 25 de diciembre de 1973

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«...Esta Civilización milenaria enferma de utopía y de per­feccionismo que, prometiendo un mundo ideal, entretanto pre­cipita a la Humanidad en el más deshumano y aberrante de­sorden moral» («L'Osservatore Romano»).

Cristo dijo: «Sed perfectos». Pero jamás invitó a nadie al perfeccionismo; es decir nunca predicó que fuésemos «par­tidarios» de la perfección... de los demás. Resulta que, hoy, sin embargo pululan en todos los ambientes los perfeccionistas. Generalmente se trata de personas, con la ropa interior del alma más bien sucia, que no toleran la vista de la menor mancha en quienes le rodean. La gente exigente es así con frecuencia. Topáis con un perfeccionista y detectáis enseguida su índole en su protesta, en su acre censura a todos y a todo, en su descon­tento infinito. Son los hombres del «esto es intolerable», del «esto es un asco», del «todo está podrido». Siente el perfeccio­nista —extraña paradoja— una morbosa delectación cuando descubre algún mal cerca o lejos. El perfeccionista se las da de «profeta», de «redentor». No cesa de propugnar un mundo más justo, más humano, más sencillo, más cordial, menos complica­do. Pero ¿qué método emplea para lograrlo? Para conseguirlo empieza por negar estas virtudes —justicia, humanidad, senci­llez, cordialidad, bondad— a todos o a casi todos los hombres que conoce. Por eso el perfeccionista alardea de pico y pala. Quiere hacer el derribo de todo, cambiarlo todo: estructuras, instituciones, personas, cosas... Y voces, modos, tiempos, nú­meros y casos. En lo último que se ocupa es en mirarse por den­tro para ver y comprobar qué hay de cambiable, de recambiable y de reformable en su propio ser. Murmurador unas veces, pro­penso a la sátira siempre, en todo momento predispuesto su ol­fato para el olor de la carroña, atentísimo el oído para cualquier información dolosa, el perfeccionista suele ser un «beato de la cultura» a todo trance, y un progresista entusiasta y un morali ta de aupa. Pero, siempre desconfía. Está claro que muchísimas cosas necesitan enmienda. Lo que distingue al perfeccionista ante las cosas que necesitan enmienda es que, entre eliminar los defectos de las cosas o eliminar las cosas mismas, optaría por eliminar las cosas, dejando en cambio en pie sus defectos gs una aberración de la que ni él mismo se da cuenta.

El perfeccionista quisiera romper todo lo que no funciona bien. Podría pasar el método que emplea o quiere emplear el perfeccionista, si se tratase de reformar nada más el mundo de las cosas. Pero si el procedimiento se lleva a cabo con las per­sonas, si el objeto perfeccionable es precisamente el hombre, la «sana intención» del perfeccionista puede acarrear incluso el desastre. Porque el hombre es algo que no se puede tratar como a una máquina que se desecha por inservible uno u otro día. Las averías del hombre son, de una parte, complicadísimas. No hay soluciones simplistas para ellas. Pero, de otra parte, las averías del hombre, sus fallos de conducta, sus pecados, constituyen algo que, en unas ocasiones con dificultad y en otras sin ella, siempre puede remediarse. Ahora bien; necesitamos paciencia, infinita paciencia, para remediarnos. Y ahí está el gran gran trabajo. El perfeccionista quiere arreglar el mundo; y para arre­glarse él a sí mismo espera que el mundo esté arreglado. Es muy fácil redactar un programa para el arreglo del mundo. Brillante, ambicioso, trascendentalísimo programa, pero... palabrero. Lo difícil no es el perfeccionismo, sino la propia perfección hecha de renuncias, de podas para el egoísmo, de recortes de la vanidad, de íntimas conversiones. ¿Es usted un converso, o se limita a ser un revolucionario? Si usted quiere convertirse, es decir, si desea renovarse por dentro, tiene que trabajar en todos los instantes, desde que se levanta hasta que se acuesta cada día. Y qué paciencia se necesita para eso. Ahora bien: si usted se contenta con ser un revolucionario —o sea un perfeccionista-puede que le baste con un discurso, con una bandera o con la adopción de unos principios. Adoptar un credo, más o menos político, mientras yo sigo con mi vida, no compromete mi vida. Lo que compromete mi vida no es el perfeccionismo que clama, grita, chilla contra las injusticias ajenas. Lo que compromete de verdad mi vida es la perfección propia: la que Dios pide a cada uno.

Estimo que de los perfeccionistas salen los fanáticos, los hipócritas e incluso... los terroristas. Estoy por pensar que esos asesinos del aeropuerto de Fiumicino son en el fondo unos per­feccionistas. Seguro que se han pasado la vida protestando ante las injusticias a nivel familiar, ciudadano, nacional e interna­cional. Seguro que nacieron con anteojos para los defectos de los demás. Seguro que cuando encontraron al paso un acto vir­tuoso o un pensamiento limpio no lo quisieron reconocer. Seguro que estaban constantemente en trance de indignación. Y a tanto llegó su talante de protesta que ya para ellos el perfec­cionismo rebasó su estado cómodo normal de murmuración y descontento, hasta incurrir en la patología y en la máxima abe­rración moral del crimen. Pero —insisto— posiblemente la pri­mera raíz de la perversidad de estos hombres fue bastante extra­ña. Así es que eso sí; el perfeccionismo, que principia con una postura cómoda porque elude la personal perfección, termina por ser incomodísimo cuando incurre en el fanatismo y se pasa de la raya. El «terrorismo de los perfeccionistas» no tendría nu­da de cómodo, claro está. Pero se trata del caso extremo. El caso corriente no pasa de la hipocresía, menos nociva desde lue­go, pero más barata.

Nada de creer en ese mundo ideal, enteramente evolucio­nado, que quiere crear esta civilización utópica y perfeccionista. A lo peor este ideal nos lleva al caos. Contra el perfeccionismo, la perfección: la de usted, la de su hermano, la de su amigo y la mía. Contra la revolución, la conversión personal. Un buen mensaje para la Navidad de 1973, ante la crisis energética: Ponga en funcionamiento sus propias fuentes de energía, detec­te sus pozos, sea bueno por su cuenta y... quédese un instante quieto para que Dios arregle. Y no estorbe con sus intrasigencias la buena voluntad de nadie. ¡Ah! Y tenga tolerancia. Así tendrá derecho a ser tolerado.