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REALISMOS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 5 de diciembre de 1973(Pensamiento y opinión)

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A propósito de la disputa del título de campeón mundial de boxeo, leí, creo que hace un par de años, que el combate —traducido a dólares— habia producido mucha más riqueza que toda la minería de España en un año. Me impresionó saber eso y hasta me escandalizó un poco. Me hice la inevitable pre­gunta: ¿Qué hay de los valores? ¿Dónde están los valores? ¿Se ciernen los auténticos valores sobre el tiempo o es. el tiempo quien los trae y los lleva? Luego, fantaseé e ironicé un tanto para mis adentros. Me dije: ¿Quién ha imaginado nunca un combate dialéctico entre dos filósofos a equis dólares la entrada de preferencia? Quizás en la antigua Grecia esto hubiera sido concebible, pero ahora...

Ahora —está claro— existe una gran mayoría que admira a los artistas cuando se entera de que hay pintores que han cobra­do en efectivo miles y millones por un cuadro. Un mes antes de su muerte, Zabaleta, desde Quesada, me prometió un «apunte» para mi cuarto de trabajo. No llegué a tenerlo; lo impidió el in­farto de miocardio que se llevó al pintor. Le he contado esto hace poco a un amigo y me ha dicho: «¡Qué lástima, hombre, qué lástima!» Y añadió: «A diez o quince años de su muerte, un cuadro de Zabaleta es casi una quiniela premiada».

¿Por qué se mide todo por el dinero? Pregunta ingenua. Puede que hace nada más que un siglo o unas decenas de años, la gente estuviese ávida de dinero por la sencilla razón de que a más dinero, más comodidades, más diversiones o más placer. Hoy la cosa se complica. Interesa menos el placer o la comodi­dad en sí. No es que la gente quiera más goces, más viajes o me­jores restaurantes. Es que desea los placeres, los automóviles, los hoteles o los cuadros que más dinero cuestan, aunque les gusten quizá menos. Preguntaban no hace mucho a una actriz que dónde iba a pasar las vacaciones y se limitó a contestar: Doscientas mil pesetas.

Lo más gracioso es que hay muchos que llaman a esto «rea­lismo». Como si el genuino valor ontológico de las cosas radi­case en las pesetas. «No tiene tres pesetas... pues es un sirvengonzón», decía de un hidalgo venido a menos una señorona. Y en mi pueblo vivía un profesor, licenciado en Ciencias, que pa­saba no pocos apuros económicos y le pusieron este mote: «Don Pedro menos dos reales». Es que le faltaba dinero para llevar bien puesto el «don», de otra parte tan merecido. He ahí el realismo —el «dolarismo»—, he ahí el sentido práctico de la vida: vivir para hacer dinero. Y el dinero, ¿para vivir mejor? No, no; sino para hacer más dinero. Y ¿más dinero todavía, para qué? Pues para poder comprar las cosas que más dinero cuestan, y así, luego comprar mejor dinero con las cosas que más valen. Y etcétera.

Pues ¡vaya realismo! Yo pienso que este pretendido senti­do práctico anula precisamente la auténtica realidad. ¿Por qué ese querer hacer creer a la gente que caminar, fatigado, en pos de las pesetas, de los dólares o de lo que sea, nos va a conseguir una fiel concepción del mundo? ¿Un millonario, entonces, ve la verdad y ve al hombre y ve las cosas con más claridad, más prontitud y más... plenitud que un filósofo? ¿Sabía más lo que hay que saber el rey Midas que Sócrates? Todo está, claro, en acertar a saber qué es lo que hay que saber.

Ignacio Agustí —uno de los novelistas mejores que ha da­do la España de la posguerra, pero cuyo nombre empieza a apa­garse porque él ha cuidado muy mucho de no aureolarlo con fuegos de bengala— hace decir a uno de sus personajes: «Lo verdaderamente difícil de hallar es la realidad, que es la única cosa que, sin embargo, está a nuestro alcance». ¡Qué gran ver­dad es esto, Dios mío! La vida, con su inmenso tesoro de reali­dades, está ahí y aquí, dentro de nosotros y alrededor de noso­tros. Pero con frecuencia nosotros despreciamos —por senci­llos, por accesibles, porque están a nuestro alcance— los gran­des valores que nos rodean y tendemos el arco de la ambición hacia realidades degradadas o sofisticadas, hacia ilusiones de ar­tificio. Y nos quedamos sin nuestra risa fresca por comprar una risa de madera. Y no miramos el árbol que tenemos delante.

—Oiga, oiga. A lo mejor usted se ha emocionado un ins­tante con esa música que le ha brotado de sus recuerdos. O con la melancolía de ese atardecer. O con el júbilo de esta mañana plena. O con un aroma que suena a plegaria. O con una oración que sabe a perfume. ¡Qué inmenso teclado! Ese pobre viejo que va a morir y él lo sabe. Esa joven que ha estrenado el amor. Ese jardín, este libro, aquella estrella. ¡Qué pluralismo de reali­dades! Hay que vivirlas, hay que captarlas todas en su pleni­tud; no dejar que se vayan. La realidad es emocionante, pero hay que dejarse emocionar por ella. ¿Usted oculta sus temblo­res, sus sentimientos, sus ansias, sus fervores? Son realidades de su corazón, amigúese con ellas, hágales sitio. Pruebe con el ocio contra el negocio. No sea usted hombre práctico: no sea... «rea­lista».