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Nunca pasa el Rastro, pero su oferta, al menos en nuestro tiempo, invita más bien a la ironía. Cualquier hombre, aunque sea de espíritu muy moderno, queda contento al hacerse en el Rastro con una antigualla. Sin embargo, lo que complace en el fondo es pensar que los objetos allí expuestos responden a un módulo vital que ya no sirve. Hemos superado el estilo del tiempo a que pertenecen y, precisamente por eso, gusta llevárnoslos a casa. Representan algo así como los trofeos de una conquista. Vencimos las limitaciones del pasado y agrada proclamarlo. Pero una manera fina de proclamarlo es convertir en adorno lo que una vez fue objeto útil y hasta práctico. En realidad, un quinqué jubilado, un marco antiguo, un arcón chapado cobran su prestigio en el contraste. Es nuestra obsesión hacia lo funcional lo que nos inclina a los trastos viejos. ¿Por veneración a los trastos viejos? No, sino por triunfalismo de lo nuevo. Cuando los conquistadores traían de América, como muestra, aquellos indios semidesnudos, empenachados de plumas variopintas, efectuaban la misma operación que nosotros en el Rastro: ironizaban. Es decir, la desnudez de los indios les hacía sentirse más orgullosos de sus rasos, de sus gorgueras, de sus chapines, de sus terciopelos, de sus chambergos. Así, el quinqué sin función, en la mesa de noche o en la sala, es un testigo que se compra a precio de oro: superviviente de una época, humillado con todos los honores ante el magno juego de luces de nuestras instalaciones de neón... (Y el otro espejo de marco dorado ¡qué botín arrancado de los derrotados tiempos para la bella de hoy, que casi acaba de ganar la batalla de la minifalda! ¡El, que reflejó tantos miriñaques!)
El alma de las cosas. Si de verdad la tuvieran, ¡qué sufrimiento para ellas! Quizá son más afortunadas las que mueren con su tiempo, las que un día se rompen en feliz accidente, las que no se ven obligadas a aguardar en la trastera o en el Rastro al postor que les devuelva una actualidad que ya no es la suya. ¿No da pena esa silla del XVI, señorial e incómoda, condenada ahora por los años de los años a un enfrentamiento histórico, a una «concurrencia de criterios», no lejos en la sala del tresillo último modelo? ¿Y esa cafetera de hace cien años, monumento de las sobremesas de los abuelos, molino antiguo en el paisaje del comedor, a la que, para mayor sarcasmo, se hace resplandecer de recentísimo brillo?
En este sentido, el hombre tiene ventaja. No sobrevive a su época, como las cosas. No hay rastros que lo cubran de polvo ni plumeros que le devuelvan luego el esplendor. No sirve el hombre, afortudamente, para el museo ni para la tienda de antigüedades. Es de su tiempo, nada más que de su tiempo, y así no tiene que sufrir la humillación de adaptarse. ¿Acaso es concebible el hombre Newton adaptado al hombre Einstein, o un Velázquez adaptado a Picasso, o un Dante adaptado a Theilhard de Chardin, o una Teresa de Jesús adaptada a un obispo holandés del posconcilio? Es así mucho mejor. Que cada uno profiera su grito e inunde con él —si el grito vale la pena— a su tiempo. Que cada hombre diga su palabra y trace su figura. Que cada alma diga su canción, la suya. La melodía de los siglos, en curso hacia eternidad, es irreversible; pero no por eso la nota anterior abdica en previsión de la nota siguiente; nunca el «mi» tiene que desvirtuarse ante el «fa» que va a seguirle. Es Dios quien hace el ensamblaje y da continuidad a la melodía. A nosotros sólo nos corresponde ser fieles a nuestro acento. No se nos pide, después de vencidos, acomodarnos como adorno más o menos: la muerte nos redime.
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