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«Próspero Año Nuevo». (De las tarjetas de felicitación).
Comúnmente ponemos en la tarjeta Año (con mayúscula) y Nuevo (con mayúscula también). Le hacemos este honor al tiempo que llega, le levantamos esta especie de arco de triunfo. Y es como una cortesía para inclinarle a que sea próspero; esto es, favorable, propicio, afortunado. Pero ahí está ese paquete apretado de días, incógnito y por ahora neutro. A mí me impresiona siempre el taco del almanaque. Trescientas sesenta y cinco hojas en bloque que luego, una a una, van a irse revelando. Y cada revelación será un relevo. Cada día tapa al siguiente. Y las hojas de los anteriores se las irá llevando el viento y caerán en el vacío del olvido. Cuando hayan pasado los trescientos sesenta y cinco días, ¿dónde estará cada hoja? Recuerdo que yo, cuando niño, quise coleccionar todas las arrancadas hojas del taco del almanaque, cada una con su anécdota, con su chascarrillo, con su máxima, con su «curiosidad». Imposible. Llegué nada más al 14 de enero. Entró una bocanada de aire por la ventana, me las arrebató del pupitre y volaron por el aula de la clase. Yo era un chiquillo raro. Me produjo la cosa un poco de amargura y el incidente me puso filósofo. Pero un chiquillo de diez o doce años que se pone filósofo, no sirve ni como niño ni como filósofo. ¡Eh, pues sí, me incliné a pensar! (He dicho me incliné y remacho la palabra. Uno se inclina instintivamente cuando piensa. No sé por qué. Inclina la cabeza y, a veces, hasta la espalda. Será por el peso).
Me di cuenta, aquel día que se me volaron las hojas del almanaque, de la advertencia. Es inútil querer conservar los días. El tiempo viene, pero para irse. No podemos guardar en nuestro cajón ningún día. Nada más las huellas. Únicamente eso nos es concedido: tener recuerdos. Llega la edad en que la frente enseña, en las arrugas, las efemérides pasadas. También la mano, el cuello, el brazo. El cuerpo entero, poco a poco Se va convirtiendo en libro de memorias.
«Próspero Ano Nuevo», leemos en la tarjeta. Pues... Dios te pague, amigo, el buen deseo. Siempre el optimismo, al meter su cangilón en la honda cisterna, nos levanta un agua limpia y refrescante. Es cuestión de empeñarse, de proponérselo Tenemos la obligación de prosperar, de adelantar en algo cada día. Para eso nos levantamos. Si no, nos quedaríamos en la cama. «Tirarse» de la cama al principio de cada jornada es un poco salir al ruedo. A la lidia del día que Dios acaba de concedernos. Cuidado. Cada mañana y cada tarde tienen su lidia. Solamente en el taco del almanaque coinciden, son iguales, los días. Tan pronto los arranca la actualidad, cada uno emprende su vuelo autónomo. Y ¿es la vida quien modela el tiempo o el tiempo quien modela a la vida? Así así. Ni una cosa ni otra. Las dos cosas. La vida —el impulso propio personal— le puede al tiempo. Y el tiempo le puede a la vida. Lucha de poder a poder. ¿Optimismo? Sí, claro que sí. El optimismo es casi un deber (lo repito, por eso uno se levanta cada mañana). Pero sin ser iluso, sin incurrir en candidez. Porque el mundo está ahí como una resistencia incesante. Hay que contar con eso. Vivir es ir venciendo mientras se pueda. ¡Ah, la vida! Tan gratuita de primeras, tan fácil al primer lance y luego ¡tan difícil! Y, ¿por último imposible? ¡Bah, de todas formas queda el gran revulsivo, el gran acicate, el fenomenal estímulo de la Esperanza! La Esperanza, siempre con su estandarte en alto frente a todas las esperas malogradas, defraudadas, heridas por la lluvia y desgarradas por el viento.
Se harán el relevo uno a uno los días. Llegarán las jornadas del concierto y las del desconcierto. Péndulo y ritmo de la vida. Luz y tiniebla, claroscuro. Vendrán cien días grises, pero no seguidos. De vez en cuando, uno de color. Con risas porque sí, sin causa. ¿Placer y dolor? El dolor tiene camino y causa... y cansa. El placer no tiene raíz y gusta... y gasta. La dicha es porque sí y el dolor porque no. Cada día su margarita. Sin embargo, todo alimenta. El dolor aprieta, pero ejercita al ánimo. Y cuando menos se piensa salta el surtidor de esos júbilos regalados que brotan sin programa. Es tonto abrir vías a la alegría. Cuando es genuina e intensa se forma sola, encima del momento, sin preparación, como uno de esos ágiles chaparrones ^ abril.
¡Próspero Año Nuevo!, me deseas. Dios te pague, amigo, tu amistad. Ahora estoy en el campo. He visto una flor humilde. El primer heraldo de una primavera todavía lejana. Pero la flor me está acusando a Dios. La he tomado del césped. Y me la he metido en el bolsillo como una moneda. ¡Claro que es una moneda! Toda promesa es una moneda... En el campo, muy cerca, al borde de un camino, un mulo, impávido, predica quietudes estólidas. Pero de lejos me llega el silbo de la ciudad tentadora. Disueltos en la lejanía los ruidos y los claxons, adivino risas y sollozos que en la ciudad se atropellan ignorantes del instante futuro. Acá, en el campo, en mi provisional retiro, paz. Una euforia sin énfasis, un fervor sin figura.
Y tengo que decir «no» a la estólida quietud sin alma del mulo que me mira sin verme. Y «sí» a la vibrante oferta de vida que la ciudad brinda. Hay que entrar en el juego, hay que entrar en baza. Con la flor en el bolsillo. Con la belleza del campo en el recuerdo.
Y habrá que soltar el amor en el aire, desprendido de su manoseada palabra.
Y día tras día nos irá desgranando Dios.
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