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Ninguna tertulia literaria concluye ahora con la vista a un cementerio. Sin embargo, he aquí lo que escribía «Azorín» hace cincuenta años, poco más o menos: «Fuimos varias noches, después de la tertulia del café, a uno de esos cementerios abandonados, allá por la puerta de Fuencarral...»
La muerte, unas veces ha sido «tema» y otras no. Precisamente porque su vigencia no falla, porque nadie jamás podría declarar cesante a la muerte, podemos permitirnos el lujo de tomarla o no «en consideración» con detenimiento. No hay prisa ni miedo de que pase de actualidad. Con todos los «temas eternos» sucede igual. Ejemplo: el amor. Hay épocas en que está de moda; tiempos que lo prohiben, por decirlo así, «oficialmente». Mientras que en otras sólo particularmente se cotiza. Quizá ésta que vivimos pertenece a las últimas. Me parece que sí, que ahora priva la «no injerencia»; que el amor, en nuestros días, defiende una política de no intervención en sus asuntos internos.
Pero como tema, el de la muerte es aún más tentador que el del amor. Porque en éste la experiencia, al fin y al cabo generadora de ciencia, aclara posibles misterios. La filosofía del amor puede por eso quedar, en última instancia, reducida a arte. Sin embargo, la filosofía de la muerte será siempre metafísica pura. Como nadie tiene la experiencia de la muerte, como nadie la ha visto sino en los demás —que es tanto como no verla—, el tema no pierde jamás sus incógnitas; es decir, no carece nunca de aliciente.
Los románticos adolecían de una sensación en cierto modo morbosa del misterio. O quizá impresionaban por su sentimiento de la muerte. Simpatizaban con ella, y no al modo ascético, sino de una manera estética. Lo mismo que los románticos, los posrománticos. Recordemos a Bécquer. Recordemos sobre todo, a Campoamor, cuyos campanarios —«Humoradas», «Doloras» y «Pequeños poemas»— doblan indefectiblemente a muerto, convocando a funerales pasados presentes y futuros. Pero —cosa extraña— los muertos de los románticos y de sus epígonos no hieden. Más bien exhalan una especie de fragancia como las flores secas, que de vez en cuando encontramos entre las páginas de los libros viejos. ¿Cuál era el concepto romántico de la muerte? Realmente, ninguno. El romanticismo había allanado los conceptos. Libres de un ideario común acerca de la muerte, los románticos allegaban —amontonaban— ante ella poesía, sin trabas de ninguna clase. Ponían música a la muerte.
Ah, pero lo difícil es poner la letra. Lo costoso no es sentirla, sino explicarla.
Mas recientemente, en el plano filosófico, el existencialismo —tan barroco, al fin y al cabo— ha forzado sus espirales ante el tema. Heidegger enuncia su «Sein zum Tode», «ser para la muerte». La define como la posibilidad más peculiar de la existencia, y sabido es que erige una angustia como consecuencia de la aceptación. Pero planteada a nivel filosófico la cuestión de la muerte, ¿qué otra cosa se hace sino acumular preguntas sobre preguntas? Detrás del «Cerraron sus ojos...», ¿qué hay? Aquí el existencialismo, como todas las filosofías, enmudece y palidece. Vivaquea la perplejidad; merodea, espesa que no articulada, en los umbrales, incapaz de traspasar ningún muro.
Planteado a nivel filosófico, el tema de la muerte es esfinge gigante que no abdica. ¿Y considerada al bajo nivel del mar... multitudinario? Para el hombre corriente de ahora la muerte no es interesante por demasiado cierta. Está «consagrada», le sobra verdad, no admite discusión. Es como el escritor famosísimo al que ya no se lee. Como el maestro cargado de conocimientos, tan sabio, tan sabio que nadie le escucha. Y además —en la común opinión—, si es tan segura la muerte, ¿para qué temerla? El miedo es una defensa; pero cuando la defensa es inútil, está de más el arma defensiva.
«La vaga melancolía de que estaba impregnada nuestra generación —prosigue «Azorín»— confluía con la tristeza que emanaba de los sepulcros... Divagábamos en el silencio de la noche entre las viejas tumbas». Escritas estas palabras en las inmendiaciones de nuestra época, cuando el romanticismo todavía en el horizonte había empezado ya, sin embargo, a ser historia, gime aún en ellas la «música doliente»; tremente música confusa, que no discierne el espíritu de los signos, sumida en la niebla de la emoción. Música para la muerte. La muerte, materia estética todavía.
Pero unas líneas más abajo el autor de «La voluntad» afirma: «De la consideración de la muerte sacábamos fuerzas para la nueva vida...»
Sacábamos fuerzas para la nueva vida. Esto, ¿no es, al fin, una consideración estimulante? Esto ya es «letra», emancipada de la música. Pero ¿qué «nueva vida» puede ser esa? ¿Hay «nueva vida» sin «otra vida»? (Nuestro «Azorín está en Toledo. Ha visitado un convento de monjas: «Y esto es lo que nos atraía a nosotros en un convento: con la menor cantidad de fuerza física, fuerza material, alcanzar, como la religiosa lo alcanza, el máximum de espiritualidad»). Sin una fe en «otra vida», ¿adonde pueden llegar las posibilidades del espíritu en este mundo?
Necesario es plantear el tema de la muerte a nivel teológico.
La doctrina de las Postrimerías —Muerte, Juicio, Infierno, Gloria— es la única arquitectura conceptual que acerca de la cuestión existe. No hay otra «letra» para la «música» de la muerte.
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