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El «padre Invierno». Lo simbolizan en un vetusto personaje de barba cana. Pero muy amable y con comprensiva sonrisa. Sin embargo, el invierno flagela. Diciembre castiga con vientos, heladas, lluvias, nieblas. Enero también. Febrero abre esperanzas azules entre sus nubes, pero es para que, luego, el chaparrón o el vendaval sea mayor, más intenso. Y marzo es terrible por sus coletazos... El Invierno es bueno para los campos y malo para los pobres, se decía. Pero la pobreza, cuando no es pintada, cuando es auténtica, quizás se consuele enseguida. Hay más desconsuelo —interminable desconsuelo— en la ambición, en el deseo plural de más y más. Temo que se me diga que moralizo con «moralina», haciendo la apología de la pobreza en beneficio de los ricos. No es eso. Al fin y al cabo pobres somos todos en la radical condición humana. Por la propia indigencia. Es que la indigencia tiene muchas facetas. El joven se siente desamparado y rodeado de un mundo que no le comprende. Entonces, se pone vociferante, desesperado, rebelde o triste, según el temperamento. El viejo o el maduro, sienten otro desamparo —más real—, porque son supervivientes de su propia juventud. Siempre decimos «mis tiempos» refiriéndonos a los veinte años. ¿Es «otra vida» la de nuestros hijos o nietos? ¡Bah! La vida es, aproximadamente, siempre la misma. El error es querer ser protagonistas exclusivos de ella. Los jóvenes se quejan de no ser protagonistas y los viejos también. En el fondo, el «desamparo», la «incomprensión» de que todos nos quejamos es cuestión de orgullo. Ni la juventud puede hacerse la ilusión de un mundo a su medida, ni el hombre maduro tampoco. Todos ponemos nuestra mano en el arado. No puede haber relevos súbitos. No son posibles ni serían justos. El mismo Dios quiso hacer un mundo a su gusto y, sin embargo —humanamente hablando— no pudo. Así, ahora, el hombre —con su progresismo presuntuosamente joven— quisiera jubilar, hacer el relevo de Dios. «Dios es muy viejo y tiene dolorido el corazón» exclama un soñado personaje de Axel Munthe, en la «Historia de San Michele». No es viejo Dios, pero quizás sonríe como el vetusto personaje de barba cana que simboliza Invierno. Ahora bien, su sonrisa es irónica. No es una sonrisa de impotencia.
Tampoco es sonrisa alegre. ¿Por qué, insisto, Dios va a ser alegre como quiere Martín Descalzo? Es una ingenuidad hablar de alegría o de tristeza refiriéndose al Señor. Como si a Él le acaeciesen sucesos, como si estuviese a merced de los estados de ánimo, como si no estuviese más acá y más allá de nuestros pobres afectos. El no tiene afectos. El es solo Amor. Y el amor no tiene accidentes...
El Invierno es naturalmente Padre. Por eso no frivoliza jamás. Siempre enseña. El azul puro de enero es el más intenso de todos los azules. Y no hay Luna más limpia que la Luna de Enero. Y ningunas mañanas exultan mejor que las radiantes de Navidad. Es, precisamente, porque antes, el Padre Invierno lava el Cielo y el Campo con la lluvia y lo purifica con los vientos y le trae escondida fertilidad y vida nueva bajo el mágico disfraz blanco de la nieve. La nieve —que no es «sudario», sino manto germinal— trae además al suelo la ilusión de una inocencia perdida.
Y es que, a lo mejor, no está todo perdido. ¿Sigue el Invierno dando mazazos, y amorosamente flagelando, con sus «inclemencias», presisamente para eso?
Hace frío. En el fondo el frío nos hace más felices, más íntimos, nos acerca más a nuestra condición. Es sano pasar frío. Siempre está luego el placer de calentarse. Lo menos natural quizás es evitar de antemano y «a priori» el frío. Las calefacciones que quieren recibir nuestra incorporación a la vida cada mañana con un mimo, nos hacen, probablemente, no poco endebles de cuerpo y de espíritu. Mejor es flagelarnos cada amanecer con el agua fría. Pero una caricia termal, como la de la calefacción a todo gas, de entrada, nos asemeja a polluelos implumes. Es bueno el Padre Invierno que no quiere hijos mimados. Es bueno Dios que parece viejo, pero que vigila en las madrugadas gélidas, asomando su pureza entre el azul lejano de las crestas montañosas, o que ironiza —jugando a aparecer y esconderse— entre la hierba que rodea las torres de la ciudad.
Es bueno Dios que no se duerme y que no se cansa de nosotros. Y, por eso, cada Diciembre nos trae con el frío, el regalo de su divinidad encarnada. Es lo que nos hace pensar que todo tiene todavía remedio.
El Padre Invierno, cariñosamente nos disciplina con su aparato de borrascas. En estos tiempos blandengues sabe castigar sabiamente, amorosamente, fértilmente. ¡Qué horrible sería una «eterna primavera»! Y qué cursi.
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