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En el parque, las hojas de los árboles habían adquirido un color rojizo, como enfebrecido. Noviembre trae limpias tardes de un sol naranja pálido y oscuras tardes de lluvia lenta. Está la tierra húmeda y parda. Otra vez la tierra es madre nutricia y poderosa más atenta a la siembra que a la flor. ¿Será verdad que el otoño es triste? Estaban rojas —rojas de muerte próxima— las copas de los árboles y las hojas al desprenderse tenian una caída vacilante. Se me ocurrió recordar los «Violines del Otoño» de Paul Verlaine y luego, sin proponérmelo, salió el tema de la muerte. El me dijo que no había por qué hablar de la muerte; que ella estaba allí ineluctable, y que era inútil ocuparse de ella puesto que evitarla no es posible. Añadió que no le preocupaban sino los problemas y que la muerte no es problema: que, acaso, nada más es misterio. Yo le contesté que el hecho de que sea inevitable no es razón para marginar su consideración o recuerdo ya que, en definitiva, sean cuales fueren nuestras opciones y vengan como vinieren nuestros sucesos, a la muerte van a concurrir nuestros futuros y futuribles, de manera que constituye nuestra única seguridad. Además —dije— ¿no es su misterio, precisamente, su aliciente? Las distintas civilizaciones, ¿no han modulado de manera distinta su música y su ruido, porque distinta ha sido su respuesta y su actitud ante el tema inquietante? Y, ¿no es como es cada persona, según es su postura ante la muerte?
Yo creo —me contestó— que como estamos en la vida, sólo nos concierne hacer la vida y que la muerte nos es esencialmente ajena mientras somos, puesto que ella es el no ser. Y entonces yo le dije: ¿De verdad crees que la muerte nos desmonta, que nos quita el «yo» además de arrebatarnos «esta vida»? He aquí la cuestión —me replica—; hay efectivamente que elegir entre creencia y no creencia. Pero decidirse a creer en la inmortalidad del alma y en la resurrección del cuerpo, ¿asegura algo?
Creer no es saber. Pero yo le respondí: La fe —y hemos llegado a la única palabra útil para que el pensamiento salga de sus posibles atascos—, la fe no es una llave para abrir el problema sino una gracia para entendérnoslas con el misterio. Porque —añado— ninguna solución verdaderamente importante puede ser una solución de cerradura.
Noviembre tiene cambios súbitos. La tarde de naranja pálido se estaba transformando, se estaba preparando para el ocaso cárdeno. Yo me acordé de Arthur Rimbaud: «Llueve dulcemente sobre la ciudad». Y él me dice: Qué complejo es todo. Pero sí: hemos elegido un tema muy triste, demasiado triste. Es que lo hacemos triste, lo repintamos trágico —le respondo—pero, ¿por qué? Sobre todo nuestro tiempo, a fuerza de rechazar, de evadir, la cuestión, la hace verdaderamente dañosa. ¿No ves —me dijo entonces— que el pensamiento de morir nos ensombrece y nos rebela? Pero eso sucede —le replico— porque practicamos habitualmente con la muerte una política de represión. Todo el mundo, desde Freud acá, habla de la represión erótica. Estimo que no estaría mal ahora decir que reprimiendo, oprimiendo, quitando de la conciencia el recuerdo de la muerte, estamos obligándola a encerrarse en la caverna del subconsciente. Y que es, desde allí, desde donde levanta nuestros pánicos. Mi amigo iba a protestar de este juicio, de esta opinión mía, pero yo redoblé mi criterio; mi amigo casi se iba a reír y yo ratifiqué: No, no es un disparate. Estoy seguro de que tenemos miedo a la muerte porque no abordamos con lucidez, con limpia serenidad su recuerdo. Su recuerdo y su presencia. Su presencia y su promesa.
—¿Y qué hacemos entonces de la alegría de vivir? ¿Qué hacemos con las primaveras? ¿Todo ha de ser «contemptus mundi», contestación al mundo, y no dejaremos espacio para el «carpe diem»? Hay que tener sentido de la realidad.
Ya estaba anochecido. Se abrían los paraguas. El ábrego estaba al acecho. Noviembre trae limpias noches con estrellas y... congojosas noches acechadas por el viento.
—No hay que exagerar —contesto—. La alegría de vivir viene sola en su momento. Pero en su día, por sus pasos, llega sola igualmente la tristeza. Tener sentido de la realidad es eso. Es saber asumirlo todo, afrontarlo todo. El miedo cesa cuando encendemos la luz.
Pienso que San Pablo, en la epístola a los Corintios, enciende la luz cuando escribe: «Se siembra en vileza y se resucita en gloria. Se siembra en flaqueza y se resucita en fuerza. Se siembra cuerpo animal y se resucita cuerpo espiritual». Es la interpretación cristiana —con matices de expresión platonizantes— de la muerte. A la luz de esta doctrina, el miedo desaparece. «¿Dónde está muerte tu victoria?», dice el mismo San Pablo.
Él se empecinaba en que estamos en la vida, en que ella es nuestra única realidad. Y que el resto es fantasma... o literatura. Yo insistía en que, precisamente, el auténtico «realismo» consiste en no hacer fantasmas de todo cuanto nos rebasa. Por fin él me vino con un texto de Federico Nietzsche y yo le contesté con un texto de don Miguel de Unamuno: «Creen vivir en la realidad porque viven en la sobrehaz de las cosas, y ese llamado sentido de la realidad no es más que el miedo a la verdad verdadera».
Y abrimos nuestros respectivos paraguas y nos separamos tan amigos.
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