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Sobrado de los Monjes está sólo a cincuenta y pico de kilómetros de La Coruña. Pero es pura Galicia del interior. Por una «corredoira», una garrida moza conduce unas vacas. Las mil y una vaqueras romanceadas de nuestra literatura acuden a mi imaginación. Enseguida observo dos, tres, cinco perros con unas orejas larguísimas; pertenecen, según después me han dicho, a una raza canina, más o menos degenerada que tiene su último reducto en este rincón céltico. Pero yo he venido al Monasterio a pasar unos días en la hospedería de los monjes. Yo vengo en busca de los monjes. ¡Menudo hallazgo! ¿Especie a extinguir? No lo creo. Si fuera así, doble motivo para complacerse en el encuentro. ¿No hay monteros que se desviven afanosos en la búsqueda de la «capra hispánica»? ¿No existen halconeros animosos ilusionados, a despecho de cualquier fatiga, que darían una fortuna por sorprender al acecho un «quebrantahuesos»? ¡Ah! Los monjes van siendo ya tan difíciles como esos ejemplares de la fauna arcaica. Vayan a desaparecer o no, hay que aprovechar, si se presenta, la oportunidad de contemplarlos de cerca.
Pero ¡qué error, qué tremendo error sería que desaparecieran! Sobrado de los Monjes es uno de los pocos monasterios cistercienses de España. Está reconstruido recientemente y habitado por una comunidad que empieza a ser numerosa. Al entrar, sus torres, de un barroco granítico, implacable, exorcizan contra toda frivolidad. En la explanada que precede al convento todavía hay piedras talladas, capiteles, sillares en espera de colocación. Noble exuberancia ornamental.
Verdaderamente, aquí donde todo calla, las fachadas del monasterio hablan. Piedras viejas, leprosas de humedad, lavadas de lluvia histórica, en erupción de blasones muertos. ¿Muere la nobleza? Mueren los hombres que la encarnan. Pero aquí, en Sobrado, a lo largo de los altos muros, en el interior de la monumental iglesia en las enjutas de los arcos, en los claustros, en los casetones de la cúpula, en las torres, los escudos continúan redoblando orgullo. A pesar de la hierba irónica que intenta borrar, disimular sus relieves. No quiero enterarme, por el momento, a quién pertenecen esos blasones, a qué caballero galaico (a qué Andrade, a qué Lemos), a qué prelado, a qué linajudo abad. Luego, el silencio. Se oye el silencio. Se oye y se... mira. Luego, el paisaje. Espesura de lo natural —infinitos matices del campo verde monte, nubes viajeras— para el espejo de lo sobrenatural. Porque lo sobrenatural cabrillea aquí traído y llevado por la brisa. Una brisa solemne, casi monástica asimismo. Y el canto neto de los pájaros se perfila y se individualiza. Cada sonido suena asimismo. En la ciudad, los sonidos se enredan y apelmazan, se incrustan los unos en los otros, trenzan en un ruido o en un murmullo comunal sus particulares semblantes. ¿Resulta extraño decir del semblante de los sonidos? ¿No adolece cada uno de su tono y timbre específicos? Sonidos casi táctiles que alargan la mano en agudo empeño penetrante. Sonidos diáfanos, claros sonidos, como ojos abiertos, que miran observantes. O a veces, por el contrario, sonidos que oyen la íntima zozobra de nuestro corazón o de nuestro pulso, para la resonancia de nuestra misma inquietud amedrentada; un portazo lejano, un perro en el horizonte, un niño antiguo (los niños tienen siempre el llanto antiguo) que llora ante el desamparo de la noche.
El silencio fue siempre un arma de El Císter. El Císter representa en su tiempo fundacional una avasallante modernidad europeísta, una puesta al día en el ascetismo y en la teología. Ahora, El Císter cambia lo que hay que cambiar; pero lo preciso y no más. Es como una nave antigua, como una «fragata de Dios» superviviente —velas enarboladas al viento de la oración y de la penitencia—, que quiere seguir navegando con su providencia vieja.
Perplejidad. ¿Es que hay una providencia vieja y una moderna providencia? ¿Es qué también, acaso, existe una neoprovidencia? No sé. Uno sabe muy pocas cosas. Uno ha venido a aprender en el silencio. Pero estos monjes de El Císter que han restaurado una a una las claves de los arcos y los ojivas de sus bellos claustros; estos frailes que siguen rezando en el coro comunitariamente las horas canónicas; estos buenos religiosos, aún sin «clerigman» y sin corbata, que hasta hacen todavía del silencio un programa, que os tratan con una bondad y una cortesía de cuño auténtico —sin oficiosidad, con una finura que no se vierte en fórmulas de gesto o de lenguaje repulido— enseñan por lo menos una lección fundamental. La de que no hay prisa. Ni Dios ni la Naturaleza han tenido nunca prisa. Ahora parece que ciertos sectores de la Iglesia la tienen con demasía. Prisa de nuevas estructuras, de nueva teología, de nueva moral, de funciones nuevas. Como temiendo que el mundo, el complejo mundo, doble el pulso a lo sobrenatural. Y no es que, en no pocas ocasiones, la reforma no sea precisa. Pero la urgencia loca, el desasosiego ahogan la reforma en su propio anhelo; la asfixian en el jaleo, en la angustia del tumultuoso afán. No, no. Si se cree en lo sobrenatural, lo sobrenatural nos guía: no hemos de guiar nosotros a lo sobrenatural. Yo veo que estos monjes de El Císter —no impermeables, de otra parte a las categorías del siglo actual; no refractarios ni obsesos en su estilo— miran al mundo todavía con calma, con serenidad, con seriedad tranquila. Los veo sin miedo y con confianza. Están como pacificados por la mirada de Dios; esa mirada que, eso si no cambia nunca porque es eterna.
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