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Siempre deseando un buen gobierno. Es difícil, por lo que se ve, a todos los niveles. Rectores, jefes, directores, gerentes abundan por todas partes. Pero, ¿encajan? Rara es la persona que no gobierna algo. Por lo menos, padre o madre de familia es cualquiera y, sin embargo, no sabe cualquiera dirigir a sus hijos o estar —estar con aire, autoridad y tipo— al frente del hogar. Esto es grave. El mundo (y dentro del mundo, los diversos mundos y mundillos) reclaman conducción y ruta; todos estamos de acuerdo. ¿Hasta dónde y hasta cuándo? Cuando hay que decidir o simplemente opinar, quién gobierna, cómo gobierna, qué gobierna y hasta qué punto gobierna, empiezan las diferencias de criterio. Y gracias si, entonces no comienzan también las guerras calientes o frías...
Ya es un problema el hecho de que casi todos nos consideramos maduros para dirigir o para mandar en algo o alguien. Esto exigiría, como contrapeso el que muchos hombres —muchísimos— aceptasen convencidos su papel de gobernados y dirigidos. No obstante, no sucede de esta manera. Acaece, precisamente, lo contrario. El desfase es palpable. Por ejemplo, la democracia política arranca de la noble idea de que, todos los ciudadanos pueden llegar por lo menos a concejales. Pero ello no quiere decir que todos sean efectivamente concejales. Los concejales siempre han de ser pocos. Teóricamente excelente, la democracia no puede —ni puede ninguna otra metodología política— conseguir que quienes se consideren maduros para el gobierno, se consideren, asimismo, maduros, llegado el caso, para la obediencia.
No suena eso de maduro para la obediencia. Es cierto que el tiempo y la cultura han ido consiguiendo, en ciertos aspectos, adelantos sensibles. Tiranías, oligarquías, nepotismos, autoritarismos a ultranza se van borrando de los mapas políticos. Pero quizás sólo de los mapas. Ya que suprimidos o desdibujados los aparatosos abusos de autoridad (se acabaron los zares, los monarcas absolutos, los emperadores, los señores feudales), no han podido extirparse en cambio del alma de cada persona la ambición, la soberbia, la voluntad de poderío. No trato de moralizar, sino de exponer realidades. Porque es cierto que hay seres, numerosísimos seres, incontables seres, que impacientes, no paran, no descansan hasta alcanzar una oportunidad de decir, con el mayor enfado posible, aquello de «¡Aquí quien manda soy yo!». Basta para ello con que —por ejemplo—, en la oficina donde trabajan pasen de una mesa pequeña a otra con algo más de responsabilidad; es decir, a otra un poquito más grande. Estos «cambios de mesa» son piedras de toque para detectar a los dictadores de vía estrecha. Quizás son los peores.
Y es lo terrible. Porque por muchos cambios de estructura política que la Historia depare, no se podría evitar nunca que los déspotas de «tercera división» o de «segunda regional» afloren por todas partes. Cada soldado —decía Napoleón— lleva en su mochila el bastón de mariscal. Es bonito. Pero es conflictivo. Si nadie, en el fondo cree que ha nacido para quedarse en soldado, en ciudadano simple, en hombre gris, sucede que la máquina de gobierno —o la máquina administrativa— se atasca. Parece lógico que para que exista gobierno, es premisa indispensable que haya gobernados. La democracia cambia nada más el mecanismo político: establece una manera racional de acceder al mando. Pero no puede ningún demócrata creer que mandar en democracia es gobernar menos o de otra forma. Ni sostener, a no ser que se quiera incurrir en demagogia, que elegir por sufragio universal al alcalde, al gobernador o al diputado lleva aparejado el derecho de controlar o discutir o protestar las firmas que luego, cada día, al pie de los oficios, los documentos, los bandos o los comunicados, estampará la autoridad respectiva.
Estimo que se habla y escribe mucho sobre metodologías políticas. Quita esto tiempo para dar la importancia que tiene a la función política en sí. Lo malo es que accedan a la función directiva —en cualquier nivel, en cualquier plano, en cualquier aspecto— los incapaces, los inmorales o los necios. Pero que los incapaces asuman cualquier función directiva es desgracia que puede suceder con todos los regímenes y con todos los sistemas.
Así es que, quizás, lo urgente no es saber si la gente está madura para aceptar ésta o la otra metodología política. Es más decisivo conseguir que los ciudadanos uno a uno puedan formarse políticamente, en colaboración cívica, en patriótico deseo, tanto para la posible función del mando, como para la probable de la obediencia. (¿No gusta la palabra «obediencia»? Pues cambiamos el vocablo, dejando el concepto). En última instancia, la política es, ante todo, cuestión de educación. Se trata de lograr hombres idóneos para el gobierno. Un perito en la materia, daba estas notas del gobernante ideal: Que todo lo que proyecte lo cumpla, que tenga una gran capacidad de síntesis, que reduzca al mínimo la improvisación, que acierte en la delegación de funciones a fin de librarse de las tareas de menos monta.
El buen político debe ser así. Sin embargo, en ocasiones, el buen político es anulado —y parece paradójico— por «la política». Por la política en el sentido peyorativo de la palabra. «La política», así concebida, proyecta y no cumple: carece de perspectiva, no abarca en poderosas síntesis las facetas contradictorias de la república (de la cosa pública); improvisa soluciones a destajo, haciendo así brotar, de los remedios para la enfermedad, enfermedades nuevas; no delega ninguna función, tiene miedo a perder las riendas, quiere para la visión un ojo gigante y único, como el de Polifemo.
Es difícil la función de gobierno. Y el mayor peligro es que la política se impregne del politiqueo; luego, el politiqueo es plano inclinado para los extremismos. Y, ¿cómo evitar los extremismos? Escribe Saavedra Fajardo: «Ne quid nimis, omne tulit punctum». Huya de los extremos, mezclándolos con primor.
Con primor. Con los hilos distintos y opuestos de un bordado.
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