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El «principio de repetición», dicen los psicólogos, es uno de los motores de la risa infantil. Se le pone a un bebé un dedo en la nariz y nos mira. Se le pone la segunda vez y sonríe. A la tercera ríe y a la cuarta su alborozo es incontenible. Freud, que siempre transcendentalizaba a su modo llevando el agua a su molino, piensa que «el principio de la repetición es una forma del instinto de la muerte». Demasiado, Freud, caramba. Ahora que estamos en Reyes no va uno a creerse, cuando los chiquillos se ríen con sus juguetes —y casi todos ellos son por hache o por be máquinas de repetición—, que adivinan precisamente el fin de su vida y por eso sueltan la carcajada. Es macabro, ¿no?
Más bonita es la teoría de Klages sobre el ritmo «que precede todo el acontecer cósmico». El ritmo es una repetición —repetición de lo análogo en análogos tiempos— que tiene más de vida que de mecanismo, ya que no se trata simplemente de una repetición de tendencia inorgánica como la pulsación de las estrellas, sino proclive a la efusión cordial como el ciclo de las estaciones. En cada fiesta que trae el almanaque estamos seguros de que algo nuevo vuelve. Es un encanto de las navidades. Siempre nuevas y antiguas. Nunca repetidas, pero análogas. Eso es el ritmo. Una frescura inédita que se añade a la pulsación. Está en la antípoda de la monotonía. El péndulo es monótono. La música es ritmo. Cualquier bella tradición tiene sentido musical al hacer de cada época del pasado un indicio para el arpegio de mañana. Y el recuerdo se llama así (re-cordo) porque frotamos con el golpe actual del corazón una repetición que precisamente deja de ser tal para convertirse en ritmo al enriquecerla de vida palpitante.
Ciertas canciones actuales explican su éxito por el mucho «ritmo». Sería, quizás, deseable que conservasen el ritmo eliminando, sin embargo, algunas gangas de ruido anejas. Anejas, pero ajenas a la verdadera música. Aquí encuentro yo el inconveniente, el gran defecto de muchos usos y abusos de ahora. Abusos que van desde el plano del plano del pensamiento, al plano estrictamente artístico, pasando por el político. Con frecuencia hacemos pieza anexa de lo ajeno y formamos compuestos mentales y actuaciones prácticas y mixturas artísticas sorpendentes. Algunos comportamientos cristianos —por ejemplo— repiten su tema, pero han perdido el ritmo al anexionarse otra música, pero una melancolía que obedece a distintas claves pasa a ser ruido.
Hamlet insertaba su obsesión dramática en su debilidad. Era —dice Goethe— «una encina plantada en un vaso de porcelana». Creció la encina —potente arboladura musical— pero estalló en ruido roto el vaso. ¿Pasará —piensa uno— eso en los ritmos de esta cultura nuestra que ya no tiene su compás propio y se limita a repetir novedades en lugar de renovar las repeticiones? Quizás sé explicarme: Un artista que, ávido de originalidad, inventa en cada cuadro su novedad, empacha infinitamente más que el que en cada obra perfecciona su personal estilo. Por eso, pienso, decía don Euguenio d'Ors, que «lo que no es tradición es plagio». Una tradición se renueva ahondando su raíz. La novedosa moda envejece cada día porque cada vez busca un modelo diferente. Nada más hay una verdad, pero caben mil mentiras. Sólo una autenticidad, pero innumerables maneras de copia. Por eso el plagiario, a primera vista, parece fecundo, como, al principio, el embustero resulta ingenioso. De otro lado, sutiles empeños virtuosistas, pero poco virtuosos, que propugnan difíciles e imposibles alianzas (cristianismo-marxismo; o ciertos expresivismos artísticos que perdieron la fisonomía, cualquier fisonomía; o maridazgos literarios que al fin quedan en bonitos ejemplos híbridos para el escaparate, pero sin descendencia), recuerdan la encina en el vaso de porcelana.
Veremos si podemos recobrar paso y ritmo: música. Que repetición ya hay, que ruido ya hay.
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