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LO QUE DEBIERA SER

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 21 de agosto de 1974

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Se ha dicho que De Gaulle hablaba a los franceses tal y como él quería que fuesen, Pompidou los trató como él creía que eran y Giscard pretende gobernarlos como debie­ran ser.» (Vicente Gallego).

La política está muy cerca de parecerse a la educa­ción. Sus objetivos en distintas escalas son los mismos. Hay que transformar. Transformar —para mejorar— a la sociedad, al hombre. Pero no se gobierna, no se educa, no se transforma, cuando no hay tino. Y, ¿cómo se atina? ¡Caramba, no es fácil definir el buen tino! ¿Recetas para atinar, para dar en el blanco? Serían muy complicadas. No existen.

El educador —como el político— empieza con su es­quema previo. Dice: «Yo quiero». El político y el educa­dor, en su fase más elemental, comienzan por imponer su voluntad. Ya que estiman que lo que ellos quieren es lo de­seable y lo que ellos creen es lo verdadero. El político y el educador cuando dicen «yo quiero», y lo que quieren lo ordenan y mandan, no es que sean unos tiranos. Posible­mente no son sino unos «idealistas». De Gaulle tenía el ideal de la grandeza de su patria. Era un ideal en extremo generoso, altruista, noble. Ambicionaba que todos los su­yos compartieran ese ideal de grandeza. Ahora bien; el in­conveniente que podría tener un alto ideal, es precisamen­te el de ser «alto». Y, entonces, cuando no se tiene la sufi­ciente estatura para alcanzarlo, ¿qué se hará? No se puede mandar a los hombres que, de la noche a la mañana, se ha­gan más altos, para así alcanzar fácilmente, con sólo alzar la mano, las pelotas del tejado. Y hay educadores, hay po­líticos no realistas que se ríen cuando alguien dice que «todavía está la pelota en el tejado». Presumen que si está allí es porque nadie se molesta en cogerla. No sospechan que si está allí es a causa de que la mayoría de los hombres son más bajos que el tejado.

Así es que no basta con querer que la gente sea de una manera o de otra. El político y el educador deben saber que existen quienes son de una manera, quienes son de otra, y quienes son de muchas maneras o estilos al mismo tiempo. Si educar y gobernar son cosas complicadas es porque la cantidad gente no está compuesta de unidades idénticas. Sería facilísimo gobernar o educar a mil hom­bres si los mil hombres fuesen iguales. Y si contar ochenta naranjas no puede dar otra sorpresa mayor que la de que unas sean algo más grandes de tamaño que otras, contar ochenta hombres es algo en extremo arduo porque hay hombres que valen por tres y hombres que valen por medio. El error de la democracia política radica quizás en presumir que en los hombres el número hace la densidad. No es suficiente, pues, querer que la gente sea como noso­tros queremos sin contar con cómo la gente es.

¿Es entonces inútil proponerse algo determinado, llevar un plan concreto a la política o a la educación? No. Posiblemente los altos objetivos, incluso los que en un principio parecen inaccesibles, son viables si se parte de cómo los hombres son. Nosotros —el que gobierna, el que educa— podemos querer una meta. Lo que no debemos es imponer el mandato de que la meta sea alcanzada. Mejor, el convencimiento, la persuasión y... los medios para que el logro antes o después llegue. ¿Cómo? Ah, pues no hay fórmulas infalibles y para todos. Y por eso educar es un difícil arte y una ciencia de verdad trabajosa. Y gobernar lo mismo. No se puede decir: «Usted, a alcanzar la pelota del tejado». Hay que saberlo todo antes de quienes quere­mos que se suban al tejado. Su estatura, su habilidad, su deseo o su repugnancia. Incluso la respectiva valentía. Incluso si les interesa o no la pelota. De ahí que, para cada uno la proposición ha de matizarse de forma diferente y, en algún caso, hasta opuesta.

Junto al ideal de la proposición el realismo de la condición. Ahí están los principios. Pero hay que inculcar el apetito de los sanos principios. El mal político, como el mal maestro, dice: «Trágate eso, que te hará bien». No, no; es más que problemático que algo nos haga bien, si no nos gusta. Formar el gusto, formar la sensibilidad, fomen­tar el deseo, son tareas previas. Más de una vez lo bueno ha fracasado por desechar una alianza con lo bello. El hombre es muy complejo. A veces pretendemos de él un apetito moral desglosado del apetito intelectual. O un apetito estético autónomo, sin relaciones con el bien y con la verdad. Están los estetas: los que creen en la belleza in­dependiente. Los racionales: los que confían sólo en la ra­zón. Los moralistas a ultranza: los que claman por el bien y sólo por el bien. Lo eficaz sería armonizar. En el fondo, ¿no es todo uno y lo mismo? El educador y el gobernante tienen que conjugar en su empresa verdad, bondad y belle­za. Y luego tienen que saber cómo cada hombre dosifica en proporción distinta estos ingredientes. Y luego... Difí­cil, extremadamente difícil. Por eso el educador no se improvisa, ni el político tampoco.

Lo que el educador quiere. Lo que el educando es. Lo que debe ser. Cuidado. El educando no es como debe. Tampoco, muchas veces, el educador quiere lo que debe ser. El político quiere, quiere y quiere. También el hombre de la calle, el hombre sujeto al «status» de un Gobierno, de un Estado, quiere, y quiere. Pero los intereses chocan. Y los errores se combaten. Y los egoísmos. Aunque lo conflictivo no siempre tiene su raíz en intereses o egoísmos opuestos, sino también en ideales diferentes. Las discor­dias históricas, las guerras, ¿han tenido en todos los tiempos como móvil la ambición? No, no. También —no tengamos tan mal concepto de los hombres— en la historia se ha luchado muchas veces por ideales. Esto es bueno. Pero a la hora de juzgar, esto es complicadísimo. Cuando el error no hay duda de que lo es y cuando la verdad es pura del todo y no hay en su rostro señal ninguna de en­gaño, la discriminación es cosa del todo fácil. Pero, ¿cuándo sucede así? ¿Cuándo no hay duda?

Educador y político han de proponerse lo que debe ser. Por encima de lo que se quiere. De lo que quiere quien obedece y quien manda. Y por encima incluso de lo que es, cuando lo que es está mal. Pero hay en toda la operación un juego de valoraciones, de intereses, de pasiones; un trenzado tal de verdades y errores que la maraña en se­guida lo obstaculiza todo si no se tiene un cuidado exqui­sito. Y por eso —por muy idealista que se sea, por muy amantes que seamos de lo que debiera ser— hay que contar siempre con que no todo puede salir bien. Ese es un candor más en el que pueden incurrir tanto el político como el educador. Los puritanos exigen una perfección en grados, minutos y segundos. El puritanismo es una utopía. El pu­ritanismo es pecado.