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Ha pasado hace unos días por España el cardenal de la República Dominicana, recientemente designado por Pablo VI. Uno de esos reporteros de televisión que se empeñan en la tarea de hacer preguntas capciosas a los curas, preguntó a su eminencia cuál era el talante del catolicismo en Santo Domingo,conminándole concretamente a que le dijese si tenía un «espíritu joven». Entonces —oímos su respuesta— el cardenal, con entonación muy segura, respondió: «Tiene un espíritu firme». Notamos, entonces, un gesto como desguazado en el reportero que —pienso yo— se las había prometido muy felices creyendo que el ilustre sacerdote, sometido a la nada original pregunta, iba a ponerse a divagar en un mar de consideraciones equívocas, como es frecuente en estos casos. Pero me dio la impresión de que el ágil periodista salió con las orejas gachas.
Está ya muy gastado todo eso. Existen por ahí gentes acomplejadas a las que da miedo asistir a la procesión del Corpus pensando —por ejemplo— que el «barroquismo del Corpus» es algo desfasado y fuera de lugar, que no va con el «espíritu joven» que la religión y la liturgia demandan en el momento actual. Está sobada la apelación a la juvenilidad que debe adoptar el catolicismo para vivir. Por lo visto, esa nota fresca que al cristianismo da la Gracia —¡y nada más que la Gracia!— tiene que adornarse y contemplarse con suplementos y supletorios al dictado de un actualismo a ultranza. En este caso del Corpus, nos salen a cada momento con que es una fiesta «barroca». Y ya con el empleo de esa palabra, mediante la que intentan demostrarnos que hablan desde un supuesto cultural, tratan de desarmarnos. ¡Bueno, hombre, es que el Corpus, día crucial en el calendario de la Iglesia, está inventado desde muchos siglos y nos llega iluminado —iluminado y no cargado— de mil colores, perfumes, fervores y sapiencias. No es un agobio dorado el Corpus. Es una pura, limpia fuerza en el centro de junio, en la exultante ocasión del solsticio, en plena granazón vital. La liturgia ha hecho por eso el «Día del Señor» y, entonces, la fe adquiere un dibujo tangible. El Señor, que tomó Cuerpo, se nos sustancia inminente en la Sagrada Hostia que enmarca el fulgor apotéosico de la Custodia. Basta un ápice de sensibilidad para captar la belleza arrolladura del Corpus. Naturalmente, el sentimiento cristiano se viste festivalmente en un clamor de campana. Todo énfasis aquí está admitido, porque se hace en homenaje a Cristo. ¿No es una forma fina de corresponder le, a El que es amor, con este regalo vibrante de la procesión? Ya lo sabemos: quiere El que en este día volquemos nuestra Caridad y nuestra ocupación y preocupación en el prójimo —es el día de la Caridad—; pero, por Dios, no se pongan ustedes pesados: ello no obsta para que le obsequiemos ardorosa y cumplidamente con esta vital, encendida alabanza y adoración de la procesión solemne. Solemne, sí: ¿Por qué no? No alardeemos de sencillez porque todo alarde es sospechoso. Y, en cualquier caso, guardemos la sencillez para cuando del propio adorno y del propio prestigio se trate. No caigamos en el «quid pro quo» de estimar que somos sencillos ofreciendo para el Santo Sacrificio cálices de latón y de madera. La sencillez cristiana —sospecha uno— hay que demostrarla en el propio estilo, en el personal talante, en la individual pobreza real o de espíritu, en la necesaria generosidad cordial y mental.
Ya me iba a... disparar. A mí el Corpus —doy mi palabra de honor— me rejuvenece y recuerdo otra vez aquella frase de mi padre, siendo yo niño, cuando alguien, siendo él alcalde de Ubeda, intentaba disuadirle de que presidiera aquel año la procesión por el motivo de que se hallaba un poco enfermo. «No —respondió mi padre—; hay que acompañar al Señor en la procesión del Corpus, aunque fuese arrastrado». Tremenda fe, descomunal fe, cuya ejemplaridad yo brindo —con perdón— para uso de dubitantes y perplejos.
Así es que cuando con la mejor intención se habla de un «espíritu joven» en el catolicismo, yo lo que respondo es que la religión no es algo para uso de los menores de treinta años exclusivamente. Tampoco es algo para uso —o abuso— de los que pasan de la treintena. La Religión es del hombre y sirve en todas las edades. Y es ella quien da la juventud de espíritu —«Me acercaré a Dios que es la alegría de mi juventud» dice el salmo de David— y no nosotros los que tenemos que inyectar juvenilidad al Cristianismo. ¡Qué osadía sería esa, Señor! Pero, ¿qué es lo que nos hemos creído que somos? Naturalmente, es lícita cualquier renovación y también necesaria. Pero no nos alcemos nadie con el santo y seña de un exclusivismo. No creamos que es nuestra edad, nuestro modo, nuestra forma quien va a sacar al catolicismo de un atolladero. Que esto es lo que empiezan a creer algunos. No y no. Quienes estamos en el atolladero somos nosotros, viejos y jóvenes. Y, entonces, hay que ser humildes, claro está.
Y firmes. ¡Qué bien ha respondido el cardenal de Santo Domingo al reportero de la televisión! Se trata de lograr una fortaleza frente a todos los debilitamientos. Una línea consecuente. Una firmeza. Un enterarnos adonde vamos; es decir, puesto que somos cristianos, a dónde quiere El que vayamos. Sin mirar, temerosos y torpes, a derecha e izquierda, atentos a nuestra cierta claridad y no a la presunta claridad de la acera de enfrente. Porque es limpio, justo y preciso saludar a los de la acera de enfrente. Para los de la acera de enfrente, la sincera cordialidad y el respeto. Nunca la rendición. Ni impuesta, ni convenida, ni disfrazada.
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