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EL INVENTO DEL HOMBRE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 21 de marzo de 1975

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El arte da fe de la nobleza del hombre. Es nobleza contagiosa que promulga en el cuadro la fiebre de los colo­res y que —en los capiteles, en los frisos, en las arcadas— sinfoniza fervores que no se ahogaron, que nos traen su grito amenazado, su anhelo con el agua al cuello. ¿Es de verdad el hombre un desgarrón ilustre, un afán que zozo­bra? Y el arte, ¿es el arca que recoge todas las especies de la belleza en peligro? ¿Constituye el definitivo parador de los recuerdos en un mundo que, al menor descuido, pierde la memoria?

Es curioso que, a poco que nos detengamos, a poco que frenemos al borde de nosotros mismos —porque cada uno es, a la par, algo que pasa y algo que mira pasar—, brote la cuestión. ¡ Ah, la «incógnita del hombre»! ¿Qué es el hombre? La pregunta subyuga, pero a veces enoja ahon­dar en ella. Si un privilegio es la vida, mayor privilegio es ser hombre. «¿Y todavía queremos más, aún no estamos contentos y nos impacienta el deseo de conocer el por qué y el para qué de nuestra condición?», me argüía un amigo menos indócil al placer de sentirse que al tormento de sa­berse. Pero yo le contestaba que el drama de definirse o de seguir la propia pista, contra la tentación de un dejarse lle­var y de un derramarse en dulces abandonos que cristalizan en perezas, conduce a la fuerza de la sabiduría que rebasa al simple entendimiento. Gozo y tristeza de ser hombre. Perpetuo empeño entre el oleaje. Si algún día llega a verse que la inteligencia nada más ha logrado victorias pírricas, aun entonces el hombre podrá exclamar: «Sí, pero yo sigo; sigo con mi voluntad. Con mi voluntad a pulso o... a cues­tas.»

Contemplamos el monumento, el óleo, la melodía, el poema o la máquina (que también refleja nobleza) y pen­samos: «¡Admirable!» Admirable, ¿quién? Pues el hom­bre. El hombre, ser admirable. Ya tenemos otra defini­ción. Desde Narciso, todos nos miramos en nuestro lago. Da vergüenza confesarlo, pero cualquiera, antes o después, se enamora, si no de su imagen, al menos de su talento. Luego, por pudor, transferimos el embeleso ha­cia el hombre genérico. Y quizá eso es el humanismo. La letanía de la propia alabanza: «Homo erectus, homo sa­piens, homo faber, homo economicus, homo ludens... ¡ Homo admirabilis!»

Sin embargo, surge la desazón. Punto sutil. Viene la duda de si el hombre —a pesar de inventor, a pesar de ar­tista— está concluido o no. Congoja de sospechar si no acertamos la definitiva pincelada —toque delicado— a la viva obra de arte que es la personal existencia.

Ante todo, entonces, habría que esclarecer si el hom­bre es ser que viene al mundo ya ideado o ser que a sí mismo y originariamente se desvela y luego está facultado para las oportunas rectificaciones e incluso para la «en­mienda a la totalidad del proyecto». ¡Menuda tarea si fue­se así! Mejor será —piensa uno— saber que Dios, que in­ventó del todo al árbol, al pájaro, al tigre y al gusano de seda, tuvo para el hombre la atención de la excepción. «Casi» lo hizo completamente, es decir, lo diseñó dándole una inteligencia, pero no lo pespunteó, acabándole y per­feccionándole los instintos. ¿No está aquí la genuina «dig­nidad humana»? El Creador le deja un margen para que continúe haciéndose, para que termine de fraguarse. Que eso y no otra cosa parece que es la libertad: el lugar, el sitio donde el hombre pueda colaborar con Dios.

Probablemente la Historia se teje con el tira y afloja de esa libertad concebida como nudo y vértice. Y pueden ocurrir —ocurren a lo largo del tiempo y del camino— va­rias soluciones. O más bien disoluciones. Puede acaecer que el hombre pierda su canción: «Soy un fui y un será y un es cansado», se desamina Quevedo. O, exaltado y lleno el hombre de su pulpa, puede seguir como reacción al de­rrumbamiento: «El hombre es una pasión inútil», dice Jean Paul Sartre, cegado de arena. Más frecuentemente, el desdén hacia cualquier inquietud que estorba la amable in­mediatez, el «carpe diem» incluso en su versión más poé­tica, a lo Ronsard: «Coge desde hoy las rosas de la vida». En todos estos casos hay una renuncia a la colaboración, un no acudir a la cita con Dios en la libertad. Con tales ac­titudes el hombre no se considera capaz de terminar de in­ventarse o se lanza a la absurda aventura de erigirse en ex­clusiva, abominando del esquema y de la norma. A éstos llaman algunos el «estado adulto». Integra autonomía, desvinculación absoluta. Y así la libertad no es el vértice ni el lugar del encuentro, sino solar donde se levanta con totalitario orgullo la propia torre —que no tardará en con­vertirse en Babel— porque «Dios ha muerto». Pero esta fi­losofía, ¿es nada menos que el derecho a la rebelión —así lo soñó Nietzsche— o nada más que el derecho al pataleo? ¿Es derecho o contraderecho?

Da dolor el hombre que hace de su fuego humo. No «humo dormido», que pacificaba a Gabriel Miró. Humo dañino. «Humo ciego», insiste Quevedo. Desalienta eso y entonces urge creer en reductos dóciles a la mano del Alfa­rero. Aunque a veces las apariencias engañen. Baroja —cuenta Pérez Ferrero— era un hombre «erizado en su propia ternura». Siempre hay un fondo más fondo para desde él recuperar la altura. O la «salida hacia adentro», que diría Pedro de Lorenzo. Desde esa hondura inundada de claridades es más fácil para el hombre terminar el in­vento del hombre. Todavía tan poco feliz, tan poco reali­zado; él, tan inventor, él, tan admirable.