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El arte da fe de la nobleza del hombre. Es nobleza contagiosa que promulga en el cuadro la fiebre de los colores y que —en los capiteles, en los frisos, en las arcadas— sinfoniza fervores que no se ahogaron, que nos traen su grito amenazado, su anhelo con el agua al cuello. ¿Es de verdad el hombre un desgarrón ilustre, un afán que zozobra? Y el arte, ¿es el arca que recoge todas las especies de la belleza en peligro? ¿Constituye el definitivo parador de los recuerdos en un mundo que, al menor descuido, pierde la memoria?
Es curioso que, a poco que nos detengamos, a poco que frenemos al borde de nosotros mismos —porque cada uno es, a la par, algo que pasa y algo que mira pasar—, brote la cuestión. ¡ Ah, la «incógnita del hombre»! ¿Qué es el hombre? La pregunta subyuga, pero a veces enoja ahondar en ella. Si un privilegio es la vida, mayor privilegio es ser hombre. «¿Y todavía queremos más, aún no estamos contentos y nos impacienta el deseo de conocer el por qué y el para qué de nuestra condición?», me argüía un amigo menos indócil al placer de sentirse que al tormento de saberse. Pero yo le contestaba que el drama de definirse o de seguir la propia pista, contra la tentación de un dejarse llevar y de un derramarse en dulces abandonos que cristalizan en perezas, conduce a la fuerza de la sabiduría que rebasa al simple entendimiento. Gozo y tristeza de ser hombre. Perpetuo empeño entre el oleaje. Si algún día llega a verse que la inteligencia nada más ha logrado victorias pírricas, aun entonces el hombre podrá exclamar: «Sí, pero yo sigo; sigo con mi voluntad. Con mi voluntad a pulso o... a cuestas.»
Contemplamos el monumento, el óleo, la melodía, el poema o la máquina (que también refleja nobleza) y pensamos: «¡Admirable!» Admirable, ¿quién? Pues el hombre. El hombre, ser admirable. Ya tenemos otra definición. Desde Narciso, todos nos miramos en nuestro lago. Da vergüenza confesarlo, pero cualquiera, antes o después, se enamora, si no de su imagen, al menos de su talento. Luego, por pudor, transferimos el embeleso hacia el hombre genérico. Y quizá eso es el humanismo. La letanía de la propia alabanza: «Homo erectus, homo sapiens, homo faber, homo economicus, homo ludens... ¡ Homo admirabilis!»
Sin embargo, surge la desazón. Punto sutil. Viene la duda de si el hombre —a pesar de inventor, a pesar de artista— está concluido o no. Congoja de sospechar si no acertamos la definitiva pincelada —toque delicado— a la viva obra de arte que es la personal existencia.
Ante todo, entonces, habría que esclarecer si el hombre es ser que viene al mundo ya ideado o ser que a sí mismo y originariamente se desvela y luego está facultado para las oportunas rectificaciones e incluso para la «enmienda a la totalidad del proyecto». ¡Menuda tarea si fuese así! Mejor será —piensa uno— saber que Dios, que inventó del todo al árbol, al pájaro, al tigre y al gusano de seda, tuvo para el hombre la atención de la excepción. «Casi» lo hizo completamente, es decir, lo diseñó dándole una inteligencia, pero no lo pespunteó, acabándole y perfeccionándole los instintos. ¿No está aquí la genuina «dignidad humana»? El Creador le deja un margen para que continúe haciéndose, para que termine de fraguarse. Que eso y no otra cosa parece que es la libertad: el lugar, el sitio donde el hombre pueda colaborar con Dios.
Probablemente la Historia se teje con el tira y afloja de esa libertad concebida como nudo y vértice. Y pueden ocurrir —ocurren a lo largo del tiempo y del camino— varias soluciones. O más bien disoluciones. Puede acaecer que el hombre pierda su canción: «Soy un fui y un será y un es cansado», se desamina Quevedo. O, exaltado y lleno el hombre de su pulpa, puede seguir como reacción al derrumbamiento: «El hombre es una pasión inútil», dice Jean Paul Sartre, cegado de arena. Más frecuentemente, el desdén hacia cualquier inquietud que estorba la amable inmediatez, el «carpe diem» incluso en su versión más poética, a lo Ronsard: «Coge desde hoy las rosas de la vida». En todos estos casos hay una renuncia a la colaboración, un no acudir a la cita con Dios en la libertad. Con tales actitudes el hombre no se considera capaz de terminar de inventarse o se lanza a la absurda aventura de erigirse en exclusiva, abominando del esquema y de la norma. A éstos llaman algunos el «estado adulto». Integra autonomía, desvinculación absoluta. Y así la libertad no es el vértice ni el lugar del encuentro, sino solar donde se levanta con totalitario orgullo la propia torre —que no tardará en convertirse en Babel— porque «Dios ha muerto». Pero esta filosofía, ¿es nada menos que el derecho a la rebelión —así lo soñó Nietzsche— o nada más que el derecho al pataleo? ¿Es derecho o contraderecho?
Da dolor el hombre que hace de su fuego humo. No «humo dormido», que pacificaba a Gabriel Miró. Humo dañino. «Humo ciego», insiste Quevedo. Desalienta eso y entonces urge creer en reductos dóciles a la mano del Alfarero. Aunque a veces las apariencias engañen. Baroja —cuenta Pérez Ferrero— era un hombre «erizado en su propia ternura». Siempre hay un fondo más fondo para desde él recuperar la altura. O la «salida hacia adentro», que diría Pedro de Lorenzo. Desde esa hondura inundada de claridades es más fácil para el hombre terminar el invento del hombre. Todavía tan poco feliz, tan poco realizado; él, tan inventor, él, tan admirable.
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