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(Para Luis y Paco Cano Martínez que triscaron conmigo la Sierra de Cazorla.)
Casi sin que Cazorla se entere, el Guadalquivir nace muy cerca de Cazorla. Es muy descastado, como todos los ríos, este Guadalquivir aljamiado, con vocación de Sultán; todavía, a despecho de los tiempos, sin bautizar; todavía sin nombre cristiano; todavía con su corte de afluentes —Guadalimar, Guadalmellato, Guadiana, Guadiato...— sin enterarse de la derrota del Islam; vengándose con la perennidad geográfica de la versatilidad de la Historia.
Es muy descastado el Guadalquivir. Huye enseguida de la sierra, sale de casa sin que se entere Cazorla y, apenas se hace mocito, ¡a cortejar!... Ubeda y Baeza —maduras y nostálgicas— se asoman al balcón de la Loma a verle pasar. ¡Bah!, el mocito no les hace caso. Son solteras viejas, piensa. Y valle abajo, se lanza a la conquista de Andújar. Andújar es la primera novia «formal» del Guadalquivir. Luego, el río, vuelve al «flirt» con los pueblos. Hasta que topa con Córdoba... ¡hasta que encuentra a Sevilla!
Cazorla mientras, arañando a la sierra, colgada de la imponente peña gigantesca, casi no se resigna a no haber visto nunca al río... Cazorla quisiera triscar, sierra arriba; desearía trepar por la peña y, como una avanzadilla de su anhelo, ha situado el af án enj albegado de la Ermita de la Cabeza, dominando el caserío descoyuntado de su topografía asimétrica... Pero, no; no es posible: Cazorla no verá nunca al hijo de sus entrañas. Huyó muy pronto; huyó enseguida, sin sonreirle, sin decirle adiós...
El paisaje de Cazorla es, todavía, un paisaje sin civilizar. Por eso gusta tanto. La civilización es un bien en el hombre; pero un mal en la Naturaleza; el primitivismo es la calidad más estimable de la Naturaleza... Esos árboles bien educaditos de los parques, todos en fila, de la misma estatura, formando semicírculos, ángulos y triángulos, son árboles secuestrados, sin iniciativa, a los que se les ha extirpado la espontaneidad.
En cambio, ¡qué bello el espectáculo bravo de la sierra! ¡Qué sugestiva la declinación irregular de su grandeza! La llanura o el valle son ya un ensayo educativo de la geografía: enseguida el río, empieza a peinar las vegas y, luego, se afemina y se resigna, sin protestar, a la irrigación que es la sangría que se le hace a su ímpetu.
Cazorla, replegada junto a la sierra, ostenta su topografía como la mejor tradición. Unos pueblos alegan el mérito de su urbanismo: escasa ejecutoria que data de una disposición municipal. Otros pueblos alegan el mérito de sus monumentos: pobre ejecutoria que data de un legado testamentario... El mejor tradicionalismo es el tradicionalismo geográfico: el de los pueblos que afincados en lo agreste, en lo incómodo, fieles a un trazado primitivista, «en cuesta», sin renunciar en suma a la Naturaleza, saben sin embargo progresar y triunfar. No me llaméis extravagante si opino que la falta de ideal que domina entre los habitantes de las grandes capitales, obedece, en parte, a que las calles de las grandes capitales son demasiado llanas. Donde no hay dificultad no puede haber optimismo, porque el optimismo quiere vencer, y no se vence sino cuando se lucha. No hay verdadera alegría sino después de haber escalado una cuesta...
Agarrados a la sierra, como Cazorla; con la amenaza pétrea de la dificultad encima, con los anhelos «en cuesta», es como mejor pueden concebirse las ansias verticales de altura.
El paisaje inculto, por reacción, favorece la cultura de los hombres. Porque la cultura, sustancialmente, es un «hacer». Y nada se puede hacer cuando todo nos lo dan hecho.
Los parques —Naturaleza mediatizada— alcanzaron su apogeo en la época neoclásica, cuando los hombres llegaron a creer que la Filosofía había allanado ya la agreste orografía de todos los misterios; cuando las fórmulas quisieron subsistir a la vida; cuando se creyó que era posible la incubación de las emociones; cuando la historia quiso anular a la geografía; cuando empezó a dejar de creerse en las montañas...
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