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No es la primera vez que se escribe: Teresa de Jesús hizo ya periodismo en el «Libro de las Fundaciones». ¿Qué razones pueden abonarse para decir esto? La reformadora, de ciudad en ciudad o de pueblo en pueblo, viajera en su carro alquilado —equivalente, en el siglo XVI, al autobús, al taxi o al «Seat» de hoy— captaba paisajes de la naturaleza y de las almas. Trataba y contrataba. Veía, gustaba, regustaba, archivaba recuerdos para uso de sus ideas... Registraba imágenes para estímulo de su fantasía. Luego, ideas, imágenes, paisajes, eran vertidos en una prosa espontánea, más bien ungida, desde luego graciosa, pintoresca a veces; con toques líricos, con puntualizaciones objetivas, con precisiones de un suceso, con imprecisiones de un sentimiento. Había interjecciones y sustantivos en la prosa de Teresa. Había ayes, suspiros. Luego, nominaciones. Luego, razones. Asunciones después. En la Santa de Avila, el paso de la anécdota a la categoría se efectuaba sin violencia alguna; surgía, como la flor de su pedúnculo, sencilla y naturalmente.
Y un buen periodismo, ¿no fue —no es— siempre así? El buen periodista recoge en su andadura y otea desde sus colinas; y desde sus ojos —más bien desde cada uno de sus sentidos—, al informarse, sufre y goza. Después, y sobre la marcha, las sensaciones se van haciendo ideas; o los sentimientos, sin perder por ello su prístina frescura, se tornan pensativos. El periodista, en su utilitario —así Teresa en su carro—, lleva prisa. Lleva prisa y la prisa le lleva. Una especie de simbiosis. Su prosa se beneficia de la prisa: por improvisada, se hace fragante y quizás al disponer de menos tiempo para elegir la palabra, elige la primera que le depara la intuición. También su prisa se beneficia de la prosa; los escritos renglones son la gráfica de unas vivencias de desigual pulsación, de agitada fuerza, de emociones distintas —hasta puede ser que opuestas— pugnando en la impaciencia del periodista. Y eso es lo verdaderamente difícil: escribir de un tema que no se ciñe lineal, uniforme e invariable a esta cosa o a este suceso, sino que interfiere su caudal con otros caudales. Siempre que el periodista quiere seguir el curso de una cuestión, se encuentra con los afluentes; le llegan a derecha e izquierda ajenas sugerencias. Peligro de perderse en fárragos u ocasión estupenda de formar el auténtico «ramo». Porque puede, sí, que un buen trabajo periodístico deba parecerse a un ramo floral de esos que, en un instante, en rápida procura de colores y olores, forman una belleza. Pero se necesita para ello buen gusto, tijera rápida, selección, decisión. De otra parte, el periodista no va a elaborar un manojo de belleza «ex-profeso». Su misión no es puramente literaria. Más bien es informativa o, mejor, ante todo, es informativa. No obstante, una información sin fervor soterrado, sin penacho trascendente, sin savia de gracia, sin brotes de ingenio, no es propiamente periodismo. Leve y breve, el periodista —ágil— sube y baja en su relato o en su impresión (y más de una vez a lo largo de su escrito) la escala de Jacob. Porque el cielo y la tierra, es decir el cosmos de las ideas y el suelo de los hechos, se acercan en las palabras del periodista. Palabras casi con oficio de ángeles...
Alguien preferirá decir duendes. Bien; ángeles o duendes, los vocablos del periodista tienen además que tender puentes entre la luz y el suelo; se obligan a la misión de dar el perfil aproximado —y eso sería la objetividad— de la realidad que cuenta. Y aquí surge otra dificultad, otro lío. Aquí surge el tremendo obstáculo que sólo el excélente periodista puede obviar. Porque, después de haber puesto todas sus sensaciones, todos sus sentimientos y todas sus ideas alrededor del hecho que refiere, el periodista tiene un deber de no ser sensacionalista, ni sentimental ni filósofo. El, va de vuelo. Se impresiona por vocación, pero le ética profesional le pide que, tras sumergirse en el tema, no pierda ya dentro del tema la esencial perspectiva. Y es más; tiene que ahondar el periodista, llegar inclusive a la vena íntima del hecho, pero sin aparato de erudición alguno. Sin ostentación y sin pedantería. El periodista no puede ser superficial. De ninguna manera. Ahora bien; su táctica es disimular lo profundo con lo ameno.
¿Es así el periodismo funcional que muchos preconizan ahora? Actualmente hay excelentes periodistas como los hubo siempre; periodistas que acaso superan el estilo periodístico del «Libro de las Fundaciones». Pero sucede que no pocos desvían su buena ruta influenciados, ganados, por esa gente convencida de que el periodismo auténtico, hoy, ha de ceñirse nada más a la entrevista, a la encuesta y... a la estadística.
Y esos son otros Pérez.
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