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LAS DIFERENCIAS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 3 de noviembre de 1977

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Lo que somos, lo que tenemos, lo que representamos. Shopenhauer encontraba, de dentro a afuera, estas tres capas de la personalidad. El proceso de desigualdad entre los hombres va acentuándose a medida que nos acercamos a lo cortical o externo. En lo que respecta al ser —núcleo último ¿quién se diferencia demasiado de quién? En la playa, a la hora del baño, la barriguita del subsecretario general no ofrece señal alguna que la distinga de la ba­rriguita del oficial de tercera. Si esto sucede en lo físico, ¿qué será en lo moral? Desnudo el espíritu, hecho un montoncito de lo que tenemos y otro de lo que representamos, apartados estos montoncitos en un rincón o colgados de una percha, lo que nos queda es la intimidad más o menos limpia o miserable; nuestra virtud, nuestro dolor, nuestro pecado, nuestra alegría, nuestra particular inteligencia... Es decir, lo intransferible, lo inalienable. Pero, entonces, las diferencias son más bien pequeñas. Y cuando son gran­des, se advierte poco. Porque van tapadas. Normalmente lo que tenemos y lo que representamos oculta lo que so­mos. Y aquí radica lo curioso: las ostensibles diferencias, las accidentales diferencias, mucho más visibles, eclipsan las auténticas diferencias.

¿Tenemos mucho o poco dinero? Cuanta endeblez ín­tima, cuántas precariedades del ser sin recambio que cada uno es, disfraza el dinero que es una especie de musculatu­ra ortopédica mediante la cual infinitos hombres suben es­caleras que, de otra forma, les serían insuperable obstácu­lo para alcanzar la altura o puesto que desean. De manera que, entre mi prójimo y yo, las diferencias en cuanto al ser son pequeñas, pero auténticas. Y las diferencias en cuanto al tener, son grandes pero convencionales. Ahora bien, en lo social lo convencional prima sobre lo real. Este es uno de los fallos de este tiempo comunitario: nos juzgamos los unos a los otros, tomando como punto de referencia los botones del chaleco, sin pensar que las diferencias genuinas cuando existen estarían más bien en el botón del om­bligo. Quiérase decir que nos clasificamos —por ejem­plo— a partir del partido político a que pertenecemos, ac­cidente en realidad el más externo y menos autónomo que imaginarse puede.

Sin embargo, lo cómico —o lo trágico— es que la lu­cha, como efecto de la ambición, se produce en lo hu­mano, más que para nivelar diferencias del ser o del tener, para borrar las distancias del «representar». Las distin­ciones, los honores —los «honores» son cosa bien distinta del honor—, los cargos, los signos de poderío, ocupan y preocupan demasiado. Con frecuencia descuidamos la sa­lud y hasta con altruismo despreciamos al dinero, arrastra­dos por el señuelo de una «representación». La representa­ción nos peralta sobre el común de los hombres. Un cargo es ya un pedestal. Se explica la afición política de muchas personas, más que por vocación a la cosa pública, por vo­cación al pedestal. Indudablemente las diferencias con­vencionales adquieren aquí mayor formato. Si los desnu­dos —hemos dicho— del rico y del pobre son iguales, ya el vestido, el zapato o el sombrero pueden marcar signos de diferenciación conduciéndonos a valorar lo que tienen so­bre lo que son. Pero cuando la distancia se hace verda­deramente ostensible es cuando de dos señores, uno ocupa el puesto de jefe y otro el de barrendero de la tienda. ¿Dis­tancia convencional? Exacto. Pero —repitámoslo— lo so­cial, es el reino de lo convencional.

Lo que somos, lo que tenemos, lo que representamos. Haría falta, parece urgente, que el hombre, en proceso de introversión, vaya apartando de su personalidad el boscaje de lo convencional —de lo que representa y mas adentro el boscaje de lo que tiene— hasta toparse en soledad consigo mismo, con el jardín escondido, con el propio huerto. Sólo allí hallará sus rosas y sus serpientes. Nada más allí alcanzará su reducto, la parcela donde la voluntad tiene jurisdicción. «Ni en el mundo, ni tampoco fuera del mun­do es posible pensar, aparte la naturaleza divina, nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad». Así escribía Kant. Pero en estos tiempos de intemperie, ¿quién asegura que su volun­tad es suya? Beber agua de la propia cisterna; he ahí el mayor lujo ahora.