|
Las ideas son peligrosas; pero sobre todo para quien no las tiene. El hombre que no las tiene, experimentará que la primera que le viene se le subirá a la cabeza como un vaso de vino fuerte.
(G.K. Chesterton)
También alguien dijo que ser ignorante es cuestión de acostumbrarse, como aquel hombre que se excusaba diciendo que él no iba a misa pero que nada más era por costumbre. Hay quien se habitúa a inmovilizarse en su gramática parda, en su iletrada astucia, en sus cuatro verdades (que a lo mejor no son tres sino dos y que a lo mejor no son verdades) y a todo replica: «Pues a mí que no me hablen de...». Son hombres peligrosos. Creen estar de vuelta de todo y consideran estorbos y complicaciones a las ideas. Porque la ignorancia tiene también sus presumidos, sus pedantes. Todos ustedes conocen a alguna persona de esas, a las que, de otra parte, no les suela ir mal en la vida. Por lo general acertaron con el intríngulis del ganar dinero —que naturalmente, eso sí, requiere una técnica, una pedagogía e incluso una especialización— y ya, con el dinero en el bolsillo, ¿para qué les van a venir a ellos con ideas? Así es que hasta son inteligentes muchos de esos ignorantes y, entonces, emplean toda su inteligencia en intentar demostrar que el estudio o la lectura prolongada, además de emblandecer el ánimo, nos desvían de toda empresa útil. Luego encuentran curioso y hasta se ríen por sus adentros, el espectáculo de una exposición de arte y casi no conciben que pueda haber poetas convencidos. Y como no les cabe en la chinostra que haya hombres que disfruten ante una portada romántica, con un capítulo de Dickens o Balzac, con una sinfonía de Beethoven, o... con un descubrimiento de la Bioquímica, pues ahí los tienen ustedes comentando las chaladuras de pintores, historiadores, matemáticos y filósofos y poniendo verdes a los «intelectuales». Cuando yo publiqué mi primer artículo en prensa nacional, alguien se me acercó en actitud un poco casi reverencial y, en seguida, me preguntó cuánto me daban —cuánto me pagaban, quería decir— por cada artículo. Cuando le dije la insignificante cantidad que por un artículo de periódico se paga, aquel individuo me volvió la espalda y creo que, desde entonces, cuando nos encontramos, si me saluda lo hace con lástima. El «tanto eres cuanto tienes» es casi un dogma en ciertas latitudes sociales. Con la salvedad de que el «tienes» alude siempre nada más al dinero o a la hacienda.
Todo esto, al fin y al cabo, es natural e incluso uno siente cierto respeto —nunca resentimiento— ante esos ignorantes inteligentes que, sin ambages, sin equívocos, juegan la carta de quedarse con «lo práctico», en detrimento de lo sabio o de lo bello. Ya que —seamos justos, seamos equitativos— también están los hombres peligrosos de la banda contraria. A los «beatos de la cultura» me refiero. A los que no encuentran un ratico para la conversación corriente y moliente. A los que dicen que no soportan ni un sólo programa de la televisión porque, según ellos, el auténtico programa televisivo, al menos en España, está por inventar. A los que tienen siempre a Shakespeare, a Rembrand, a Picasso, a Aristóteles o a Camus, a flor de labio. A todos los «eruditos a la violeta» en fin que se acongojan de muerte cuando se enteran de que —por ejemplo— Ágata Christie tiene más lectores que Dostoievski.
Unos y otros, los ignorantes que van siempre a lo práctico y los beatos culturales, que caminan sin cesar hacia lo sublime y se quedan con frecuencia en lo ridículo, son peligrosos por pedantes, por presumidores de una ignorancia —que sería buena si se aliara con la sencillez y no con la suficiencia—, o de una cultura, que también sería excelente si tendiera más a la auténtica sabiduría que al exhibitorioalardede conocimientos o de sensibilidad de pacotilla. Unos y otros son peligrosos —repito—, aquéllos por falta de ideas y éstos por exceso mal digerido. Unos tienen obeso el espíritu, otros adolecen de una especie de impudicia con las carnes de sus aficiones líricas, científicas, sociológicas, etcétera, siempre al descubierto.
Pero quizás hay una especie más peligrosa aún. La de quienes, habiendo abominado a lo largo de su vida de las ideas y de la cultura, dan un buen día en beberse de un trago —sin preparación y sin descanso— esta o aquella «teoría», este o aquel autor, aquella o esta afición de tipo intelectual. Se les sube el vino a la cabeza. Se tambalean. Se les fija la idea —que ellos en seguida sin confrontación alguna convierten en «ideal»— en la mente. Se entusiasman con su «mentalización» y de la noche a la mañana programan la transformación del mundo entero a base de la reciente adquisición, del «fichaje» sensacional que, súbitamente, dirige el juego y digiere el jugo de su cerebro. Así es como generalmente, aflora el fanático al mundo del pensamiento. Claro: el fanático piensa sin pensamiento, en monocultivo ideológico, con pasión y sin razón, orgulloso, estúpido y avasallante.
Ante esta clase —creo que afortunadamente reducida por ahora— de personas, se sospecha que menos pernicioso es el analfabetismo que la cultura de una letra sola. Y que más provecho puede implicar para la sociedad el ignorante que el fanático: el obeso de una sola idea. ¡Líbrenos Dios de la flauta de Bartolo!
|