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JUSTICIA, PROPIEDAD, HUEVO, FUERO...

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 3 de diciembre de 1975

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La justicia no consiste en dar a todos lo mismo sino a cada uno lo suyo. En ocasiones, la igualdad puede conver­tirse en notoria injusticia. En un documento de Isabel la Católica comentado por Menéndez Pidal, encontró nues­tro historiador este mandato de la Reina: «La pregonería de la Ciudad ha de darse a Rodrigo Medina porque tiene mejor voz». Sabia medida. Porque injusticia hubiese sido encomendar la pregonería a quien tiene más estatura, más inteligencia, más misas oídas o mejor olfato para discernir en la oscuridad a las camelias. Dios reparte sus dones, pe­ro luego, con frecuencia, nosotros queremos enmendarle la plana haciendo la nueva redistribución. Y, así, surgen los pregoneros con afonía, los jueces sordos, las actrices con vocación a alcaldesas de barrio, los curas economis­tas, los economistas teólogos, los poetas que se sientan en el sillón de los jefes de negociado y los mercaderes pro­fetas. Las igualdades de opción —yo tengo por ejemplo el mismo derecho que Echegaray para elegir ser ingeniero de caminos, canales y puertos— pueden traer buenas conse­cuencias para mi bolsillo si consiguiese obtener el título, pero malísimas —malísimas consecuencias— para los ca­minos, los canales y los puertos. Es el peligro grave que acecha a la sociedad: que todos nos creamos con igual de­recho a ocupar este o el otro puesto y que casi nadie se ponga a estudiar o pensar cuál es su sitio. Los refranes suelen ser sabios. «Cada mochuelo a su olivo», «Cada oveja con su pareja», «Cada día su propio afán». Pero, ¿no hace falta ser mochuelo para conocer el propio olivo? El inconveniente es que buena parte de los mochuelos no se creen mochuelos sino águilas. Tampoco es fácil acertar con la pareja porque —piensa para sus adentros Don Ser­vando—, ¿en qué lugar del mundo ignoto podré encontrar emparejamiento para mi irrepetible talento? (Aunque, de boca afuera, Don Servando se proclama el más tonto de los tontos, y no para que le llamen imbécil sino para que le entronicen modesto). Por supuesto, también, que nadie ciñe su afán y al día y a la hora, sino que, de buena gana, cualquiera, convertiría a los años, a los lustros y al siglo, en feudatarios de sus innumerables ambiciones.

«Tantos hombres sin empleo, tantos empleos sin hom­bre», denunciaba un prelado de la Corte española de Feli­pe IV. Con el pluriempleo, el dicho se agrava. ¿Escasean los empleos o los hombres?... Mire, mire; según a lo que usted llame empleo y a lo que usted llame hombre... Pero, hombre, ¿no hay hombres que valen por mil?... Sí, sí; pero, a lo mejor usted cree que cobrar por mil equivale a valer por mil. Y hay quien gana sin cobrar y quien cobra sin ganar... Vamos a ver, ¿no es lo mismo cobrar que ga­nar?... ¡Qué va! Se gana lo que se trabaja, pero se cobra lo que se puede... ¿Y quién puede cobrar más?... Pues el que más ha cobrado ya... ¿No llama, pues, el pobre al di­nero?... Sí, pero el dinero llama al dinero... Ya fuimos a topar con el dinero, maldito dinero, cuando con lo que ha­bíamos empezado es con el pregonero del reinado de Isabel la Católica... De acuerdo, pero es porque, entonces, el empleo de pregonero estaba bien remunerado. Está cla­ro que Isabel no hubiese tenido necesidad de dictar la jus­ticia de conceder el cargo al de mejor voz, si se hubiese tra­tado nada más de premiar la mejor laringe con mención honorífica... Entonces, ¿es cierto lo de que el dinero mueve al mundo?... No lo mueve, pero lo conmueve.

La justicia no consiste en dar a todos lo mismo, sino a cada uno lo suyo. Pero, ojo, no radica exclusivamente la justicia en dar a cada uno su dinero. Porque lo mío no es únicamente mi dinero. En buena moral, para mí, hay co­sas muchísimo más importantes que mi dinero. Lo que su­cede es que el dinero es lo que más fácilmente se contabili­za y lo más tangible. Además, como decía Pitigrilli, el di­nero se diviniza en las columnas de cifras del suma y sigue de las cuentas corrientes. Y es entonces cuando uno em­pieza a identificarse con su dinero y a sospechar que resulta verdad lo de «tanto vales cuanto tienes». Los códi­gos contribuyen a aumentar la sensación de que lo mío es predominantemente mi dinero cuando en sus articulados, al condenar los delitos contra la propiedad, se da por des­contado que la propiedad se clasifica o divide, tan sólo, en rústica y urbana. Quien atenta contra mi viña o contra mi inmueble, contra mi propiedad atenta. Y no por otra cau­sa sino por la de que mi viña o mi piso, mi cortijo, mi olivar, mi fábrica o mi casa, pueden traducirse en numerario. Hay otras cosas, sin embargo, más de verdad mías —por ejemplo mi honor, mi fama, mi conciencia, mi dignidad, mi salud, mis creencias, mis convicciones, mi amor, mis deseos— que, como no son convertibles en dinero, ni divinizables en columnas del libro de Caja, no reconocen los códigos como propiedad. Y al no ser reconocidas por los códigos, pierden el sentido sacral que tiene en cambio mi cuenta corriente. Quien contra mi cuenta corriente atenta, gravemente me ofende. La ley lo proclama reo. Pe­ro yo, seguramente, concedo menos categoría de reo a quien se atreve contra aquellas otras cosas, más entra­ñables mías, enumeradas aquí. Y si yo no me muevo ni me conmuevo frente a atentados que más debieran afligirme, ¿van a ser los códigos más papistas que el Papa? No sea­mos hipócritas: en este tiempo ya no importa el «fuero». Importa, casi exclusivamente, el «huevo». Y el «honor» ha devenido a «honores». Y los «honores» a «honorífi­cos». Se le puso un candado al sepulcro del Cid como que­ría Joaquín Costa. También, definitivamente, al de Calde­rón de la Barca, aquel «hidrópico del honor», como le lla­mó yo no sé qué gracioso literato.