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La justicia no consiste en dar a todos lo mismo sino a cada uno lo suyo. En ocasiones, la igualdad puede convertirse en notoria injusticia. En un documento de Isabel la Católica comentado por Menéndez Pidal, encontró nuestro historiador este mandato de la Reina: «La pregonería de la Ciudad ha de darse a Rodrigo Medina porque tiene mejor voz». Sabia medida. Porque injusticia hubiese sido encomendar la pregonería a quien tiene más estatura, más inteligencia, más misas oídas o mejor olfato para discernir en la oscuridad a las camelias. Dios reparte sus dones, pero luego, con frecuencia, nosotros queremos enmendarle la plana haciendo la nueva redistribución. Y, así, surgen los pregoneros con afonía, los jueces sordos, las actrices con vocación a alcaldesas de barrio, los curas economistas, los economistas teólogos, los poetas que se sientan en el sillón de los jefes de negociado y los mercaderes profetas. Las igualdades de opción —yo tengo por ejemplo el mismo derecho que Echegaray para elegir ser ingeniero de caminos, canales y puertos— pueden traer buenas consecuencias para mi bolsillo si consiguiese obtener el título, pero malísimas —malísimas consecuencias— para los caminos, los canales y los puertos. Es el peligro grave que acecha a la sociedad: que todos nos creamos con igual derecho a ocupar este o el otro puesto y que casi nadie se ponga a estudiar o pensar cuál es su sitio. Los refranes suelen ser sabios. «Cada mochuelo a su olivo», «Cada oveja con su pareja», «Cada día su propio afán». Pero, ¿no hace falta ser mochuelo para conocer el propio olivo? El inconveniente es que buena parte de los mochuelos no se creen mochuelos sino águilas. Tampoco es fácil acertar con la pareja porque —piensa para sus adentros Don Servando—, ¿en qué lugar del mundo ignoto podré encontrar emparejamiento para mi irrepetible talento? (Aunque, de boca afuera, Don Servando se proclama el más tonto de los tontos, y no para que le llamen imbécil sino para que le entronicen modesto). Por supuesto, también, que nadie ciñe su afán y al día y a la hora, sino que, de buena gana, cualquiera, convertiría a los años, a los lustros y al siglo, en feudatarios de sus innumerables ambiciones.
«Tantos hombres sin empleo, tantos empleos sin hombre», denunciaba un prelado de la Corte española de Felipe IV. Con el pluriempleo, el dicho se agrava. ¿Escasean los empleos o los hombres?... Mire, mire; según a lo que usted llame empleo y a lo que usted llame hombre... Pero, hombre, ¿no hay hombres que valen por mil?... Sí, sí; pero, a lo mejor usted cree que cobrar por mil equivale a valer por mil. Y hay quien gana sin cobrar y quien cobra sin ganar... Vamos a ver, ¿no es lo mismo cobrar que ganar?... ¡Qué va! Se gana lo que se trabaja, pero se cobra lo que se puede... ¿Y quién puede cobrar más?... Pues el que más ha cobrado ya... ¿No llama, pues, el pobre al dinero?... Sí, pero el dinero llama al dinero... Ya fuimos a topar con el dinero, maldito dinero, cuando con lo que habíamos empezado es con el pregonero del reinado de Isabel la Católica... De acuerdo, pero es porque, entonces, el empleo de pregonero estaba bien remunerado. Está claro que Isabel no hubiese tenido necesidad de dictar la justicia de conceder el cargo al de mejor voz, si se hubiese tratado nada más de premiar la mejor laringe con mención honorífica... Entonces, ¿es cierto lo de que el dinero mueve al mundo?... No lo mueve, pero lo conmueve.
La justicia no consiste en dar a todos lo mismo, sino a cada uno lo suyo. Pero, ojo, no radica exclusivamente la justicia en dar a cada uno su dinero. Porque lo mío no es únicamente mi dinero. En buena moral, para mí, hay cosas muchísimo más importantes que mi dinero. Lo que sucede es que el dinero es lo que más fácilmente se contabiliza y lo más tangible. Además, como decía Pitigrilli, el dinero se diviniza en las columnas de cifras del suma y sigue de las cuentas corrientes. Y es entonces cuando uno empieza a identificarse con su dinero y a sospechar que resulta verdad lo de «tanto vales cuanto tienes». Los códigos contribuyen a aumentar la sensación de que lo mío es predominantemente mi dinero cuando en sus articulados, al condenar los delitos contra la propiedad, se da por descontado que la propiedad se clasifica o divide, tan sólo, en rústica y urbana. Quien atenta contra mi viña o contra mi inmueble, contra mi propiedad atenta. Y no por otra causa sino por la de que mi viña o mi piso, mi cortijo, mi olivar, mi fábrica o mi casa, pueden traducirse en numerario. Hay otras cosas, sin embargo, más de verdad mías —por ejemplo mi honor, mi fama, mi conciencia, mi dignidad, mi salud, mis creencias, mis convicciones, mi amor, mis deseos— que, como no son convertibles en dinero, ni divinizables en columnas del libro de Caja, no reconocen los códigos como propiedad. Y al no ser reconocidas por los códigos, pierden el sentido sacral que tiene en cambio mi cuenta corriente. Quien contra mi cuenta corriente atenta, gravemente me ofende. La ley lo proclama reo. Pero yo, seguramente, concedo menos categoría de reo a quien se atreve contra aquellas otras cosas, más entrañables mías, enumeradas aquí. Y si yo no me muevo ni me conmuevo frente a atentados que más debieran afligirme, ¿van a ser los códigos más papistas que el Papa? No seamos hipócritas: en este tiempo ya no importa el «fuero». Importa, casi exclusivamente, el «huevo». Y el «honor» ha devenido a «honores». Y los «honores» a «honoríficos». Se le puso un candado al sepulcro del Cid como quería Joaquín Costa. También, definitivamente, al de Calderón de la Barca, aquel «hidrópico del honor», como le llamó yo no sé qué gracioso literato.
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