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Escribía Montesquieu, con un poco de sarcasmo, de la Francia de su tiempo, que en ella existían tres estados, el eclesiástico, el militar y el de los golillas. Y el clasismo de entonces consistía en que cada uno de esos estados profesaba un alto desprecio hacia los otros dos. «Y así —dice el autor de «El espíritu de las leyes»— quien debiera ser despreciado por majadero, lo es simplemente por pertenecer a los golillas».
Los clasismos de antaño se borran, desaparecen. Pero les sustituyen otros. Ahora —por ejemplo— están los partidos políticos. Cada uno de los partidos usa para valorar a la gente su peculiar sistema de pesas y medidas y, poco más o menos, da a conocer cada semana su «hit parade» en que alinea por oden de puntuación los éxitos, los prestigios, los libros que se publican, las ideas que se cotizan en el mercado intelectual. Es curioso, pero en este tiempo de libertad, hay muchos nombres que aguardan para opinar.
Aguardan y no dan su dictamen hasta que conocen el de su partido. Hasta los mismos señores diputados en el Parlamento, ¿por qué antes de votar en el hemiciclo se cercioran del resultado de la votación previa que, con respecto al tema a debatir, ha celebrado el «ejecutivo»?
Así es que una idea puede ser colosal o pésima al ser apreciada por usted a solas, en la intimidad. Pero hay que esperar... Hay que esperar a que lo diga quien lo sabe. ¿Quién lo sabe? Bueno, puede darse el caso de no pertenecer, incluso no simpatizar con ningún partido y, entonees, está la televisión que no hay nada más que una y los periódicos diarios que hay varios. La masa media, oscilante, fluctuante, está un poco a merced de la televisión y los periódicos. Pero, sin embargo, a veces se cansa y termina por opinar haciendo uso del propio dictamen, de la propia inteligencia. Esto ocurre con mucha más dificultad cuando alguien se adhiere a un partido político con tal fuerza que, si es de los «anaranjados», está dispuesto a mantener firme que don Verónico es un majadero, no por ser majadero y ni siquiera por llamarse don Verónico, sino por estar afiliado al partido de los «verdes». Igual puede suceder, o parecido, con don Renato. Será apreciado o despreciado no por lo que tiene de apreciable o despreciable, sino por simpatizar con los nuestros o los vuestros. ¿Y quiénes son los nuestros y quiénes son los vuestros? No hay, realmente, nuestros ni vuestros, como realmente, no hay acera de enfrente porque depende de la acera por la que se camina. Pero nos aferramos al absolutismo de lo nuestro sin saber que hay tantos «nuestros» como grupos. Y, entonces, lo nuestro que tan candorosamente amamos y que con tan apasionado —y en ocasiones feroz— entusiasmo defendemos, no pasa de ente de ficción.
Es compresible que yo —usted— tengamos miedo de nosotros mismos, que no nos fiemos del propio sentir y del propio pensar, que temamos equivocarnos, tropezar, caernos. Tendemos por eso a unirnos en sociedad grande o pequeña. Esto es laudable y necesario porque sin sociedad el hombre no terminaría de ser hombre. Sin embargo, creo que no debe exagerarse. Es preciso agruparse, formar un grupo, gremio, círculo, sindicato, partido. Pero sin perder, de una parte, la indispensable comunicación con uno mismo y de otra, con el resto de la Humanidad. Mi grupo, mi medio social, mi gremio o mi círculo, me ayudan a pensar, a elegir, a valorar o... a soñar; pero, luego, yo voy y pienso, elijo, valoro y sueño sirviéndome de mí mismo y mirando, después de la mirada de radio corto de mi círculo, con otra mirada ancha que abarque más generosos horizontes. Cada uno —pienso— debiera poner condiciones a lo de ser partidario. Porque cada uno, ni es exclusivamente suyo —que eso es pretensión egoísta— ni puede disolver su personalidad (en cualquier caso sagrada) en el unánime mar total. Es bueno, entonces, el arbitrio de encuadrarse en agrupaciones de miembros afines, para que ni se me pierda la vista en el infinito, ni se me ahogue en el propio pozo. Es bueno, pero no hasta el punto de renunciar al sentido de la perspectiva, atento nada más al miope compromiso. Nuestra Cultura —la del siglo XX con ruta hacia el XXI— es vasta colosal, inmensa. Pero toda la tripulación, o casi toda, está compuesta de miopes. Así ni nos podemos ver a nosotros mismos, ni podemos ver a Dios. Tampoco al prójimo. Así, nada más podemos ver a «los nuestros».
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