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ESTUDIO Y LECTURA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 22 de octubre de 1953

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Se ignora generalmente el proceso mediante el cual nos aficionamos a alguna cosa. ¿Cómo se aficiona uno, por ejemplo, a la lectura? Quizás la afición literaria va condicionada por la desafición a otras cosas. En todo ca­so, rara es la persona que, en alguna época de su vida por lo menos, no ha sentido una necesidad de comunicarse espiritualmente con esos mundos más o menos inéditos de los poetas, de los escritores, o de los literatos. Pero he aquí la cuestión: Puestos en la coyuntura, en el apremio o en el simple deseo de leer, ¿qué hemos elegido cada uno?

Leer es algo menos y algo más que estudiar. Menos que estudiar, porque esta práctica de la lectura apenas nos suministra «conocimientos» en el estricto sentido de la palabra. Más que estudiar, porque leer es la única manera de adquirir «cultura», después que se han adquirido cono­cimientos. No estaría de más afirmar a este respecto que hay sabios incultos, esto es, sabios que sólo se han preo­cupado de estudiar, de engullir ciencia, datos, fechas o tes­timonios, sin haber sedimentado luego el bagaje adquirido de su asombrosa sapiencia con esas gotas de sindéresis y de sano enjuiciamiento que sólo la lectura reposada —sin ur­gencias de «embotellamientos» a plazo fijo— puede su­ministrar. Lo que ahora llamamos «mentalidad» —algo, en verdad, distinto de la inteligencia— es obra exclusiva de ese alisamiento, de ese pulimento espiritual que el acopio de lecturas variadas, imprime al conjunto, extenso o no, de los propios conocimientos. Una cosa es la ciencia talla­da —la que es efecto del estudio—, y otra la ciencia puli­mentada, o por mejor decir, la cultura propiamente dicha. Es cierto que hay cultura sin ciencia, sin conocimientos previos, pero estos por si solos no consiguen la auténtica fertilidad espiritual. Precisamente, creo, en el mundo, además de sesudos inventores y de doctos investigadores hacen falta muchos «dilettantes». Las obras magistrales —a las que no falta un detalle— están bien, pero suelen tener una dosis de pedantería. Luego vienen los «en­sayos», escritos con cierta irresponsabilidad, pero siempre, o casi siempre, con una visión de conjunto y con una claridad mental admirables, para dejar las cosas en su punto. La literatura —aun la «vaga y amena» literatura— es el único vehículo para que los hombres se transmitan los unos a los otros esas «especias» mentales indispensa­bles que son el humor, la poesía, la ironía, la delicadeza, la gracia. Una civilización sin «sprit», sin juego lírico, sería un inmenso gigantón agobiante. Si se estudia toda la Tri­gonometría o toda la Historia y luego no se ha leído por simple cultivo espiritual ni un «ensayo», ni una poesía, ni una novela, el espíritu se solidificaría, se congelará en per­fectas aristas, esto es en aristas muertas.

Ser macizo —nada más que macizo— es un pecado de lesa inteligencia. Igual, probablemente, que el extremo contrario de la intrascendente y voltaria especulación. La cultura necesita de intersticios, de porosidad. Una lectura —que no sea lectura «oficial», esto es que no sea estudio— conviene siempre como deporte para dar al ánimo una elasticidad, una flexibilidad, una tolerancia... Las realidades irremediables nos cercan por todas partes, los datos precisos nos envuelven, las cifras nos imponen su tiranía, los dogmatismos de cualquier disciplina tienden a aquietarnos o anquilosarnos. Es saludabilísimo, pues, en­tregarnos de vez en cuando a los libros que se llegan a no­sotros simpáticamente, graciosamente, sin afán de impo­nernos su razón incontrovertible, sino con el sencillo pro­pósito de exponernos su criterio. Los «libros de texto» nos hablan siempre engolados, con un insoportable tufillo doctoral. Los libros de leer nos invitan a pensar, a sonreír, a amar, a sufrir, a soñar...