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Los caminos se hacen muy bien, se planean y se ejecutan impecables. Pero no hay ya, apenas, metas. Salvando claro está, las metas deportivas. Ferrater Mora denuncia en la Cultura de ahora una «perfección sin propósito». Dice que «se tecnifica no a los medios del hombre sino al hombre mismo». La cosa —es cierto— se repite mucho. Nos mecanizamos, nos «cosificamos». Está más que dicho ya todo eso y, no obstante, al filo de este día de noviembre, cuando nos acordamos de los difuntos, yo repienso como si fueran nuevas estas sugerencias. Si nos vamos a morir —y esta es una de las pocas cosas que no podemos dudar—, ¿por qué no nos decidimos de una vez a ahondar, a ahondarnos, hasta encontrar dentro, dentro de nosotros, eso que nos libera de caer en la inercia de sentirnos objetos (acabadísimos objetos) y no sujetos? Si somos sujetos —si somos un yo intransferible con densidad propia— la muerte no nos va a acabar, sino que va a significar para nosotros la genuina renovación. Y, entonces, es cuando la vida encuentra estímulo para forjarse metas. Unamuno lo sabía y lo decía: «Si soy inmortal, todo me importa. Si me voy a morir del todo, nada me importa nada».
Faltan metas y sobran caminos. La abundancia de medios técnicos sin fines últimos, no tiene más remedio que producir un supremo hastío, un descontento infinito. «¿Qué es el hombre que ha de estar siempre descontento de sí mismo?», se preguntaba Goethe. Pero el descontento es mayor cuando, como en esta época impregnada de agnosticismos, quedan los hechos y se pierden los valores. No se pueden interpretar los sucesos —sean cuales fueren— si no hay una clave de valores. Ahora bien; si suprimimos la trascendencia y dejamos en la penumbra —como marginada— la creencia en la inmortalidad, no hay razón de peso ninguna para sostener que la Justicia, el Amor, la Libertad, etc., son bienes necesarios e incontrovertibles. Cualquier conquista moral es válida en tanto en cuanto tiene, a modo de resguardo, un carácter de perennidad. Pero lo de la perennidad no se entiende, o no quiere entenderse, en este tiempo de relativismos. Y es que no hay valores perennes si borramos los valores religiosos.
«Ea, pues, cesad y no os lamentéis más. Porque esto conserva validez para siempre». Con estas bellas y consoladoras palabras concluye la tragedia de Sófocles «Edipo en Colono». La desgracias del rey destronado y ciego, pensaba Sófocles, eran útiles para la eternidad. Por supuesto, este es el supremo argumento cristiano de todos los tiempos. Todo lo que hacemos en la Tierra tiene su repercusión en un más allá, es decir, «conserva validez para siempre». Los «hechos», a los que damos toda la categoría en esta civilización pragmática, son nada más epifanías, manifestaciones. En la raíz de los hechos están los valores. Y son los valores los que perfilan al hombre y los que crean la moralidad y la ética. Y los que nos garantizan un genuino futuro. El Cristianismo se ocupó siempre del más allá, es decir, estudió y diagnosticó la futurología de la muerte. ¿Por qué ahora todos nuestros progresismos de vista corta, miopes, sin alcance, no ven más allá de sus narices? ¡Qué poca ambición! ¡No hay ilusión alguna para después de la muerte! Pero esta ilusión es la que hacía a los santos y a los héroes. La ilusión de ver a Dios; la ilusión de las Bienaventuranzas.
¿Cómo va a ser pesimismo recordar la muerte? Todo lo contrario. «Quien enseña a los hombres a morir, les enseña a vivir», escribía Miguel de Montaigne. Cierto el maravilloso verso de Quevedo. Cada uno de nosotros puede repetir con él: «Soy un fui, y un será, y un es cansado», pero el cansancio aumenta y puede hacerse desesperante cuando, enterados de que nos espera la muerte, no sabemos compensar esta certeza con la esperanza de la inmortalidad.
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