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Hay este año poca cosecha de aceituna en la provincia de Jaén. El olivo es de una irregularidad desconcertante. En ocasiones, hace de pródigo, manirroto, de nuestros campos; da sin cuenta, da sin medida, en derroche de generosidad; otras veces, se inhibe en una austeridad administrativa que se parece un poco a la avaricia... Pero el olivo, en casos tales, se defiende con su excusa: falta de lluvia. No ha llovido apenas —eso dicen, al menos, los labradores— desde la cosecha última acá. Y sin lluvia, ¿qué puede hacer él? Porque los cereales, por ejemplo, sólo existen de la meteorología un oportunismo: que caiga agua para la siembra, en la otoñada; que se produzca un buen temporal —uno bueno, no más— en la crisis de la primavera. El arbolado, empero, demanda, ante todo, cantidad. Y, ¿de qué cantidad de agua pueden disfrutar, durante los años malos, los olivos, de secano —mayoría en Jaén—, que no están en condiciones de acogerse a los beneficios de esa especie de Seguro que es el regadío? Los olivos que se encaraman, en prodigioso alarde de adaptabilidad, a los montes de Jaén, cerca de Jabalcuz; los que, traspuesto Despeñaperros, os saludan al paso de la carretera general de Andalucía, no sin intentar en seguida la escalada a las últimas estribaciones de Sierra Morena, en las eminencias de Vilches; los que triscan en Cazorla, agarrados a laderas inverosímiles, o los que extienden su perspectiva uniforme, casi sin solución de continuidad, en la loma de Ubeda —desde Baeza a Villánueva—, y en los campos de Martos..., rinden sin tasa cuando Dios quiere. Y bien sabe Dios que ellos nunca piden demasiado: no precisan, como otros cultivos, de un laboreo minucioso, mimoso; se contentan con lo elemental, con lo indispensable. Rara vez enferman; lentamente, sin achaques ni alifafes, envejecen. Bien sabe Dios que ellos son modestos, que carecen de prosopopeya, que jamás agobian al labrador con obligaciones y cuidados. Pero cuando no llueve...
Un campesino cetrino y sabio, de esos que, siempre inclinados sobre el terruño, terminan por ser ellos mismos ocre tierra adusta de honradez, lo comentaba el otro día con estas o parecidas palabras:
—El «arbolao» —me decía— no «trabaja» sin agua. Está más que «comprobao». El buen «plan» es para los «olivos señoritos» del regadío, que «tienen agua por un tubo». Pero el río pasa por donde él quiere y «¡velay!»; desde aquí arriba, a ver quién le echa el guante.
Estábamos en lo cimero de la loma de Ubeda. El valle del Guadalquivir diseñaba su hoz ante nuestra vista, encuadrado entre las sierras de Cazorla, de Mágina... No sé si la misma Sierra Nevada, insinuaba, a lo lejos su orgulloso perfil inconfundible. Porque el paisaje era de una nitidez sorprendente. Nunca como en estos días despejados del invierno, parecen tan bellas las mañanas: un frío purificante limpia, fija y da esplendor al azul del cielo y la naturaleza dosifica, en milagro de auritmia su elenco de matices. ¿Cómo no iba a tener el aire una transparencia infinita? Las cosas del campo —blancos cortijos, golosas huertas, sembradíos incipientes —asumían, en rotunda posesión, sus esenciales calidades intransferibles. Todo, sin embargo, aparecía modulado por el olivar. ¡Qué peculiar encanto sereno el de los olivos de Jaén! No se te retuercen, no, como los de Valldemosa, que cantó Unamuno, en atormentados , barrocos; dionisíacos espasmos. Más bien se esfuerzan por disimular, en perspicua armonía, su misma nobleza. Dan la sensación, en los meses vernales, de querer frenar, con su verde sobrio de ininterrumpida vigencia, la bacal orgiástica de los verdes efímeros. Y en verano, mientras las cosechas cuajan logros de eficacia y en las eras bostezan pajizos, hastíos de plenitud el olivo, dueño del secreto verde, ¿no infunde un vigor a la astenia de los rastrojos dolientes? El, el olivo, tiene un aire de madurez, una conspicua prestancia de senador romado, en la virgiliana república del agro.
Yo me dejaba embarcar en el fervor de la mañana luminosa y casta; me sentía ganado, íntimamente columpiado, por la sugestión profunda del momento; líricamente mecido por el hondo silencio musical de unas acordadas pausas que entrañaban sus pulsos en la sonoridad vacía de los collados y de las vegas distantes...; como si percibiese, como si advirtiese la raíz prístina de mil solfas escondidas, a punto de dispararse. Pero, en esto, alguien me aseguraba las amarras:
—«Hogaño», anda «jorobao» el asunto. Lo que yo le diga a «osté». Diez días de recolección y «pa» la Nochebuena hemos «rematao».
—Algo más será, hombre.
—¿Apostamos a que no pasan de la docena?
La recolección de aceituna marca en los pueblos de Jaén, junto a la hora del trabajo fecundo, la ocasión mejor de unas gentes, de unas familias humildes, que aguardan con ilusión la llegada de estos días para, gracias a la providencia de los excepcionales jornales altos, «echar un remiendo» a sus economías exhaustas.
Pasada la fiesta de la Purísima, se da —muchas veces mediante bando de los alcaldes— la autorización del comienzo de la faena. El despliegue jubiloso de las «cuadrillas» de aceituneros, en las mañanas de diciembre y de enero, por los llanos, lomas, barrancos y cerros de Jaén, participa, en no pocos lugares de un carácter jocundo próximo al gozo exultante de la romería. Van rompiendo las «cuadrillas» la escarcha de las veredas entre risas, ocurrencias —¡ay, las ocurrencias de la «tierra del ronquido»!—, bromas y dicharachos, jacarandosos. Preceden los vareadores-«alabarderos» de calzón de pana y «lástico» (elástico, faja) rojo al cinto. A su lado, una grey alborozada, vociferante, de «zangalitrones», mozas, mujeres, muleros, chiquillos. Anuyen «cuadrillas» al ancho campo por todos los puntos de la rosa de los vientos. Es como una batida, en guerra de guerrillas, que se hace al olivar. A las nueve ya están todas las posiciones tomadas... Y hay trabajo para todos en el «tajo». Para el experto cincuentón, que conoce el grado de sazón del fruto y apalea con puntual tacto las ramas copiosas. Para las mujeres, que, casi con gesto de súplicas, extienden al pie del árbol los «mantones» que recogerán la morenez brillante y tersa de las aceitunas. Para las mozas —«granilleras»—, que ensayan gestos de coquetería mientras, cerca, el jayán ardoroso, entre miradas furtivas, apareja las «bestias» y carga los «capachos» repletos. Para los chiquillos, que lanzan la onda de sus gritos por la diafanidad de las cañadas. Para los viejos, que sentencian consejos o desgranan añejos anecdotarios de gracia gorda cuando, terminada la «aceituna», el amo del cortijo o del olivar convida a toda la «cuadrilla» en el cordial «botifuera» (ochíos —tortas de pan de aceite— de la tierra, morcillas, chorizo y vino).
A la anochecida, a la vuelta de los aceituneros, en el cielo brillará una luna redonda y boba, y en las plazuelas del pueblo los niños cantan a la rueda:
Aceituneros de pío, pío,
¿cuántas fanegas habéis cogió?
—Fanega y media
porque ha llovió.
Las caballerías, fatigadas por la carga del precioso fruto, se agolpan en grato desorden —pintoresca bulla— en los patios de las almazaras. ¿Cuántas fanegas habéis cogido, aceituneros? Dentro girarán, impasibles, incansables los «rulos» de la «molienda». La «tolva» se irá tragando, voraz, el contenido de los capachos. Y mientras se apilan en los «trojes», confundidas ya, las aceitunas de los olivares distintos, de los ovilares distantes, trascenderá del interior del molino una vigorizante sensación de bienestar, casi una «sophrosyne»: Trajinar de «serranos», de «churros», que preparan los «cargos», que extienden con reposada parsimonia la «masa» molturada, alternándola con rodeles de esparto; caliente olor del aceite que se estrena. Funcionarán los «cargos», estrujará la prensa el dorado líquido que, todavía «moro», sin decantar en los «pozuelos», rezumará disfrazado de «alpechín»... Y cuando, avanzada la noche, el pueblo enmudezca y el frío afile sus agujas bajo la luna grande y boba, estará preparándose en los caminos la escarcha del día siguiente, la escarcha que en el nuevo amanecer van a hollar, «matando el gusanillo» con la leve copa de aguardiente, las abarcas rotundas de los vareadores, en una alborada de risas, entre el «jondo» de los muleros fornidos y el perdigoneo de los chavales.
No hay este año gran cosecha de aceituna en los campos de Vilches, de Baeza, de Linares, de la Torre, de Cazorla, de Ubeda, de Martos. El olivo se inhibe a veces en una austeridad administrativa, que se parece un poco a la avaricia... Pero siempre encontraréis —yo lo sé, agricultores; lo presumís vosotros también—, siempre encontraréis en el olivar un poco de aceituna más de la que estáis pronosticando. Dios provee... Tendréis, claro que sí, cosecheros, vuestra parte de ganancia. Atenderéis las necesidades más perentorias de vuestro hogar, vosotras, las honradas pobres mujeres que, cada mañana, con los miembros arrecidos, extendéis al pie del olivo el «mantón», con gesto suplicante. Y tú, «granillera», que sin saber por qué —¿sabes por qué?— vas a enriquecer tu alma un día cualquiera, el menos pensado, de la recolección con la dulce experiencia del suspiro, podrás comprarte también con el jornal de la aceituna, para lucirlo en Semana Santa, aquel vestido —verde, azul, amarillo, rojo, ¡quién sabe!— con que sueñas... Para entonces estará presente ya la primavera, de seguro. En nuestros campos habrá verdes de espigas enjoyados de amapolas, y en los pueblos el aire se habrá ungido de ceras y de inciensos... Será entonces —tú lo presientes, granillera— cuando, mientras aguardes quizá en una esquina el paso de la procesión, un «mocico» endomingado te estará diendo al oido:
—Fue en la «aceituna». Tú estabas cansadilla de agacharte y volverte a agachar. Así que te «vide» —¿te acuerdas?— solté los capachos de la yegua y fui y rematé de coger del suelo, de un tirón, todo el grano que te faltaba. Y entonces tú te pusiste «colora como un tomate». Y yo te miré. Y tú me volviste «las espaldas»...
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