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NO ES UNA TARJETA POSTAL

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 19 de diciembre de 1976

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Un filósofo decía: «Más que razonar, abrir los oídos y los ojos». Y luego añadía, como consejo: «Olvidarlo to­do». Lo último es difícil, casi imposible. Se olvida por falta de memoria, pero muy raramente por propósito o de­terminación personal. En cambio, lo primero es sencillí­simo. Pero hay cosas que hemos visto y oído demasiado, y eso cansa. Entonces, el viaje trae el aliciente de la po­sibilidad de oír y mirar cosas distintas. He ahí la ocasión de dejar en el camino memorias que nos hicieron daño y adquirir, en cambio, novedades que luego nos van a bene­ficiar recuerdos.

Al bajar del tren en Lourdes doy en el andén unos pasos con desánimo. Es esa hora de la mañana, aún más efímera que las demás, ya día asumido, pero todavía en expectación del sol. Tras el mecido y el gelatinoso sueño de la madrugada viajera, me advierto vacío, poseído de una leve angustia. Tan pronto trasponemos el patio de coches de la estación, mi mujer me hace desviar la mirada y me señala la torre de la basílica. Es el momento en que de ver­dad termino de abrir los ojos. Detrás, en seguida, advierto al volver la cabeza un grupo que habla alemán, pero muy cerca, de cara, avanzan dos monjas y tres muchachas. Traen alzada la voz en un italiano neto. Se me dan bas­tante mal los idiomas, pero estos parloteos de distinta cepa (deben de ser birmanos o algo así los jóvenes con quepis de soldado que preguntan sin éxito a mis hijos algo que no entienden), esta babel, sin desorden, apacibilísima, termi­na por abrirme también los oídos nada más llegar. Bien; la torre de la basílica es la de las tarjetas postales enviadas por los amigos que ya estuvieron allí, pero al vivo. De pronto me doy cuenta —experimentamos todos la misma sorpresa tonta en momentos similares— de que las foto­grafías del libro, de la postal, del periódico, alientan en una realidad con ambiente, con cielo, aire y suelo propios alrededor... y ya no son fotografías. Es verdad de Perogrullo, pero es. (Justo: veinte alemanes vistos en la película de cine hablan lo suyo, y con el tecnicolor resultan incluso más rubios, pero les falta el bulto alemán). Los viajes nos hacen abrir mejor los ojos y oídos, porque el botín, así, siempre es mayor. Estupenda forma de llenar nuestros vacíos de sensaciones que reemplacen las memo­rias que quisieran tornarse olvidos.

De cualquier ciudad que se visita por primera vez pue­de decirse, de una u otra forma, que despierta luces y aplasta desganas. Cualquier ciudad enriquece, pero Lour­des, más. Cuando Lourdes deja de ser pasiva imagen para la ilustración epistolar, y su impresión activa y actuante se nos mete por los sentidos hasta el fondo, más allá de lo hondo, donde el cuerpo se toca con el alma, ocurre el fe­nómeno de que rápidamente, casi en el instante, de la sen­sación se pasa al sentimiento y del sentimiento a la idea. Y esto sí que es llenar un vacio. Ya no es lo de Heidegger: «Más que razonar, abrir los ojos y los oídos». Ya están en el mismo nivel razones, emociones, percepciones... Y, ¿por qué eso aquí, en Lourdes?

Es distinto venir a Lourdes de creyente a venir de in­crédulo o agnóstico. El incrédulo hace una visita más bien torpe. Viene a no ver milagros. Viene expresamente a eso, aunque algunos llegan por lana y salen trasquilados. Se han dado bastantes casos de conspicuos ateos que luego certifican curaciones que antes se habían rebelado a admitir, situándose así en el umbral de la conversión. El caso de Alexis Carrel es bien significativo. Pero los creyen­tes, generalmente, no vamos a Lourdes atraídos por los milagros. No vamos exactamente a verificar lo prodigioso, sino quizá a aumentar la certidumbre de lo sobrenatural. No es lo mismo. Ni vamos a poner un cerito a la derecha de la cifra Índice de un escepticismo. Venimos a Lourdes a ver y comprobar que hay fe, que queda fervor religioso en el mundo. Venimos a mirar la oración, a oír de cerca, inminente, no sé qué música espiritual que suena inaudible y que se palpa con ese raro tacto de que dispone el alma para tocar a las almas. Y en ellas, a Dios.

Yo llevaba una leve angustia por haber maldormido. Y ya entrado en Lourdes, lo que me sacude el espinazo en un escalofrío, y me tensa hasta el máximo los nervios y me pone fosforescencia en el pensamiento es la contemplación de la muchedumbre lenta y opaca, calmada en manse­dumbres que reflejan una melancolía que hace aún más bella la belleza de la oración. Porque la oración, Dios mío, ¿no es, ante todo, una belleza? ¿No será la flor, el per­fume y el brillo del amor? Ahora hay buenas gentes que dicen que la oración es la acción. Claro que en la acción cabe la oración, pero esto de Lourdes es más puro, porque aquí se entiende la desnuda indigencia del hombre. Del hombre, pascalianamente lejano de sobreestructuras de vanidad, convicto y confeso de pobreza: «miseria que se conoce». Por supuesto, esta muchedumbre en mansedum­bre que va de una a otra basílica, y luego de la cueva donde apareció la Virgen a la casa en que nació Bernardette, y después al museo y al castillo y al «molino»...; esta afluen­cia humana impresionante, pero apagada y nada triun­falista, que recorre e irradia paz en cada mirada; estas gentes —no masas— de peregrinos que recorren el Vía-Crucis, que forman en la procesión de la tarde o en la de las antorchas, que reciben la bendición del Santísimo en la basílica de Pío X, que nutren filas interminables de día y de noche para recibir la absolución penitencial o la Eu­caristía, ¿a qué han venido, sino a rezar? Rezo de labios adentro y no de labios afuera. Rezar: una limpia manera de sentirse persona. Hay en Lourdes personas de todas las edades y uno se da cuenta en seguida de que no ya las pro­cedencias geográficas, sino también las psicológicas, son distintas. Y se piensa que un rasero que no es de este mun­do ha hecho desaparecer los gestos enfáticos de la euforia y los apesadumbrados de la enfermedad. ¿Es la oración que, si arranca profundo, adopta la misma faz en todas las caras? Está la fe del niño y la fe del viejo, pero nunca es aniñada ni envejecida la fe.

En Lourdes no hay por ninguna parte coloridos exul­tantes de romería. Eso no es otra cosa. En Lourdes, un semisilencio que suplica, una pausa con prisa que no atolon­dra, un ansia que salta desde las entrañas sin exhibirse, un pensamiento común que de todos se apodera, hecho de materia distinta a la de los demás pensamientos. Al menos circunstancialmente, se quita en Lourdes el apetito de unas cosas y se abre el apetito de otras. Cuando en la ciudad mariana, queriéndolo de antemano o no, todos vemos, oímos y tocamos fe, surge primero la sospecha y luego la intuición de que existe una parte de nosotros mismos —de cada uno— que está aún inédita y que serí a urgente editar. ¿Trauma o impacto? No sé. Quizá más bien torrente —pero torrente sin ruido— de preguntas y respuestas en­teramente nuevas.

Parece, en fin, que estas gentes —no masa— que se agrupan tras los guías que desinteresada e inteligentemente conducen a los peregrinos protagonistas, renovadas cada jornada, un convenido anonimato. Todos se saben a sí mismos, pero nadie se cree «alguien» ¿Se unanimizan los semblantes? Ni un gesto de petulancia ni un vestido de vul­gar apetencia o de fofa blandura burguesa o de esquinado desdén.

Ni nadie hace carcajadas, ni lleva su dolor al llanto. Y hasta en las tiendas de medallas y recuerdos —Lourdes no ha comercializado lo sagrado, como quieren los malé­volos, sino que discretamente ofrece a los visitantes lo que los visitantes desean—, las sonrisas tras el mostrador son otras. No exagero. Sencillamente un día, por unas horas, quienes piensan y rezan en Lourdes adivinan órbitas sin es­trenar, fuerzas que quizá empiezan a latir; luces que ense­ñan claridades que no se sabían. ¿Se borra, se olvida lue­go, cuando uno se va, esta experiencia de Lourdes? Es po­sible, pero...

Volvemos del viaje al atardecer. Ha sido un ajetreo fí­sico. Pero yo llegué a Lourdes más cansado. Salgo más ágil de optimismo (el optimismo es una agilidad de claves secreta). Al irnos, mi mujer me hace mirar, como a la lle­gada, la torre de la Basílica, que desaparece pronto en el paisaje que inicia su ascenso al Pirineo. Evidentemente, Lourdes no es una tarjeta postal.