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MAEZTU

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 30 de noviembre de 1972

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En uno de sus primeros artículos, allá por 1896, Maeztu es­cribía: «El hombre es, por definición, lo incalculable». ¿Podía el mismo, entonces, prever la trayectoria de su vida y de su obra? Lo de «se hace camino al andar» fue en Antonio Macha­do un bello verso, y en Maeztu un programa. Así Amezúa pudo hablar de la «peregrinación de su entendimiento en la busca de la verdad». Porque, quizá, lo que desde el principio distingue a don Ramiro del resto de los «noventayochocentistas» es su intuición de que «hay» verdad y de que «está» en alguna parte. Por eso su pesimismo inicial, ante el momento histórico que sir­ve de fondo a su juventud, se transforma en seguida en una es­pecie de lema que abre un portillo a la ilusión: «Esperar sin im­paciencia, obrando sin desmayo». Es su consigna en 1898. ¿Esperar, qué? Por lo pronto, ahorrando palabra y gesto. Maeztu no es nada histriónico. «¿Por qué no se habrá in­ventado un aparato para pesar el ingenio derrochado inútilmente?» Esta ascesis es reconocida en seguida por el entonces joven de ilustres promesas, José Ortega y Gasset, que escribe a Unamuno una carta interesantísima en la que dice de Maeztu que es un hombre sin «redroideas», vocablo que no hemos vuel­to a leer ni en el mismo Ortega pero que parece muy significa­tivo. Por el contexto de la palabra se deduce que la «redroidea» es algo repensado, sofisticado, reelaborado, sin frescura fon­tanal algo mediatizado por intereses ajenos a los del puro pen­samiento. Quizá esta es la causa de que en Maeztu se pueden en­contrar errores, pero jamás caprichos cristalizados en puros juegos de ingenio, en «boutades» o en fuegos de bengala. Maeztu es, sí, peregrino. No puede perder el tiempo. El quiere decir siempre algo al escribir, cuando la mayoría de los que es­criben «en vez de decir, recuerdan».

En su andadura, es obvio, nuestro pensamiento encuentra un día, al paso, al socialismo. No lo margina ni elude su significación. Pero su rigor mental le lleva al análisis. Es un momento en que los intelectuales españoles, acordes en la denuncía, no se aúnan en la propuesta, en ninguna propuesta. Denuncias del marasmo de España, del caciquismo, de la mediocridad, de la pobreza. Pero ¿propuestas de qué? Maeztu se desazona: «En la hora actual no hay programa para los intelec­tuales». Y es así que cada uno se improvisa el suyo. Lo bueno en Maeztu es que él, fiel a su consigna de «esperar sin impacien­cia y trabajar sin desmayo», no quiere improvisaciones. El de­rrote a la izquierda es siempre un recurso para el intelectual. Lo fue en tiempos de la juventud de Maeztu y lo es ahora. Pero Maeztu, que cree que «el ideal no puede consistir sino en in­fundir el infinito en lo finito», objeta al socialismo así: «Tiene que liberarse de su materialismo histórico si ha de limpiarse de su contradicción interna de ser un movimiento ético que niega el poder de la moral».

Y es precisamente el problema moral la clave del pensa­miento de Maeztu. En «Don Quijote, Don Juan y la Celestina», Maetzu concluye: «El problema moral no se ha resuelto. Repre­senta la cantidad de desarreglo necesario para impedir que la moralidad se automatice en equilibrio de virtud y recompensa». Empero, aunque nuestro pensador es consciente de que la ética es una tensión y no una entropía, renuncia en seguida a todo subjetivismo e intuye la necesidad del «metro universal». «Si detrás de nuestra tabla de valores —escribe— no hay una escala cósmica, un metro universal; si las estimaciones nuestras no tie­nen más valor universal que las de los gusanos, si no hay un Dios en los cielos, Don Juan tenía razón».

Ni lo faústico —ni tampoco lo fáctico— representa jamás en el peregrinaje de Maeztu un punto de arranque. Además re­nuncia al comodín del mito. Si el de Celestina impregna de tin­tes sombríos las meditaciones de Machado, de Valle-Inclán, del mismo Azorín a ratos, porque existe en ellos la «persuasión de que nuestras acciones nadan valen», tampoco el mito del Quijote es tabla de salvación para don Ramiro: «El amor, sin la fuerza, no puede mover nada, y para medir bien la propia fuer­za nos hace falta ver las cosas como son. La veracidad es deber inexcusable. Tomar los molinos por gigantes no es moralmente una alucinación, sino un pecado».

Momento crucial en el peregrinaje de Maeztu. La moral necesita de la Verdad y el amor, de la fuerza. Pero la fuerza del amor es, precisamente, la verdad. Naturalmente, bajo estos supuestos la urgencia de Dios salta a la vista. «Todo hombre —declara Ramiro de Maetzu— tiene la obligación de amar con fuerza. Pero, además, ha de poder amar a quien no ama o deja de amar a quien ame, si así es su deber». Y añade: «Jinete de su amor ha de ser el hombre». ¿No es toda una definición? ¡Qué conveniente recordarla en un tiempo en que el amor se hace producto publicitario, «anunciado», en campañas moralizajoras, entre desodorante y desodorante! El hombre, «jinete de ai amor». Y hasta el punto de proclamar: «Tenemos que de­fender a la Humanidad entera del odio; pero no odiar nunca, ni siquiera el odio de los malos». Estas últimas palabras las escribe Maeztu, ya en 1936, un mes antes de su muerte. Ahora bien: hasta llegar a formularlas, hasta dar con el meollo de su autenlicidad cristiana, Maeztu, ininterrumpidamente, ha cambiado como un pastor de sus ideas y de sus fervores, de sus lecturas plurales, de sus vivencias, imponiéndose una doble fidelidad a sinceridades y a verdades. ¿No se divide hoy el mundo entre sinceristas y lógicos? A los sinceristas les interesa su verdad, y a los lógicos, la Verdad. Pero cuando emancipamos nuestras verda­des respectivas de la Verdad, ¿pueden, con toda legitimidad, se­guir llamándose verdades?

Llegado a este convencimiento, Maeztu ya puede morir sa­biendo por qué muere. (Dirá a quienes le asesinan: «No sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por qué muero»). Y realmente ¿no termina el hombre de saberse, de investigarse, de averiguar­se cuando sabe de verdad por qué vive y por qué muere? Supre­ma ciencia que frecuentemente se esquiva tapando los huecos de la vida genuina con vida improvisada como se cubren ciertas zanjas con cascote efímero.

Maeztu concluye con su vida su programa. «España es co­mo una vieja encina medio sofocada por la yedra». ¿Programa de poda? Sí. Y un poco, también, programa de «decíamos ayer». Aunque no para que la lección de ayer ahogue los brotes hodiernos, sino para la necesaria labor de síntesis. Como en los últimos años de la vida de Maeztu se polemiza sobre el tema del atraso científico de España, él escribe: «Si no tenemos una bue­na física es oportuno ir a buscarla donde la hubiere, porque la física es una ciencia especialmente poderosa y el poder sobre la Naturaleza no debe descuidarse. Lo que no tiene perdón de Dios es que la busca de lo que nos falta descuide la conservación de lo que tenemos».

Desde su mundo, Maeztu nos sigue adoctrinando. El decía: «Yo he soñado con ser un espíritu con una mano descarnada que escribía». Creo que no se ha reeditado ni leído lo suficiente a Ramiro de Maeztu. Y pienso que la hora de España lo exige.