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Elie Faure, comentando el arte alejandrino, hace una distinción sutil. «En la decadencia helenística —escribe— las estatuas no se presentan desnudas, sino desnudadas. Afrodita no surge del mar sino que entra en el baño». No es igual —en efecto— el desnudo que el desnudado. Siempre se ha dicho que el desnudo de las estatuas griegas es casto e infunde serenidad. Lo que sucede en el período alejandrino es que la molicie y la riqueza rizan el rizo de todas las sensualidades. Y entonces, la inocencia del desnudo no sirve ni basta. Es más complejo —y más picante—, más sápido, el desnudado. Nuestro tiempo —tan alejandrino por muchos conceptos, tan complicado, tan sofisticado— tiene predilección por el «strip-teasse» que es un símbolo de la época. ¿Signo de los tiempos? Ni las virtudes ni los pecados se dan ahora en estado de naturaleza. Virtudes y pecados se guisan y aderezan, se «preparan». Todo tiene su cocina y su aparato. Las ideas, mejores o peores, que siempre se alzaron como fustes enhiestos, se curvan tendenciosas, ajenas a su secular función de sostener un techo, un cobijo. No hay cúpulas que aunen proyectos, programas. Falta el bovedaje de una «concepción del mundo». Entonces, cualquier construcción mental, también sin cimientos —cualquier sustento previo se estima ya como ideación burguesa— aspira a sostenerse en un vacío. Es depravadamente lógico que las perversiones susti tuyan entonces a los simples instintos y que los refinamientos (siempre proclives a una degeneración) surjan como disfraz de las impotencias.
Pero el «strip-teasse» —insistimos— no es simple anécdota, no se reduce a «número» de sala de espectáculos. Es versión de un fenómeno hondo que repercute en todas las manifestaciones de la cultura actual (o si ustedes lo prefieren de la contra-cultura). Y si repercute en la cultura, está claro que tiene también su eco y resonancia en la vida corriente.
Realmente, ahora, la técnica del desnudado —que no del desnudo— está a la orden del día. A uno no le parecería mal que la gente presentase el cuerpo de sus convicciones en casta desnudez, es decir, en sinceridad, con genuina autenticidad. Tal espontaneidad recordaría a la Afrodita que surge del mar; desnuda, sí, pero luminosa; no para reclamo de la turbia mirada sino, simplemente, de la mirada. Ahora bien; cuando muchos siglos de Cultura, de Historia, de Etica, han dotado al hombre de unos principios, de unas raíces para el pensamiento, de unas normas para la conducta, hasta el punto de que tales principios raíces y normas forman parte ya del hombre mismo, es peligroso —entonces— confundir convenciones con convicciones. Y así, desnudarse de una convicción secular como de una somera bufanda tiene gran riesgo. Máxime cuando a la bufanda sigue todo lo demás. Este desnudarse a propósito, con preparación y espectáculo; éste desprenderse de toda la herencia ideológica del pasado, prenda a prenda; este mirar picaro o, más bien, este guiño de malicia pedagógica o demagógica (que de todo hay) al quitar de encima cada prejuicio que nos tapa —¿por qué prejuicio que nos tapa y no juicio que nos cubre?—, ya no puede tener semejanza con la casta Afrodita que emerge de la espuma. En todo caso, recordaría a la Afrodita ya contagiada, ya empeñada —¿prostituida?— en disponibilidades para cualquier infidelidad a los dioses o a los hombres...
Probablemente el desnudado está en la antípoda del desnudo. El desnudado —el «strip-teasse»— es la fiesta decadente de la Cultura Occidental.
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