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El sol de otoño no es nada triunfalista. Cuando luce en estos días de noviembre tiene no sé qué estilo de sabiduría. La sabiduría no es exitosa; en sus luces sobrenadan gotas de melan-colía. ¿Qué es melancolía? Sufrimos, gozamos; así es la vida, pero no tenemos tiempo de estar melancólicos. Lo pienso cuando se desangra la tarde. La melancolía —tristeza más allá del concreto dolor, limítrofe de la mejor belleza— es un lujo del espíritu. No hay en ella nada «fuerte» ni «sensacional». En fin, es una fina nobleza de ánimo en momentos fugitivos de tránsito...
Levemente mecidos por la melancolía nos acechan las fra-ses comunes —esas frases-albergue en que se detiene, perezoso, el propio discurrir— acerca de lo inestable de las cosas: «¡Qué vida ésta!» «¡Cómo pasa el tiempo!» «¡No somos nadie!» Es lástima que se empantanen en expresiones así ideas que si hubieran continuado su vereda habrían conducido a algún paraje con paisaje, es decir, a una reflexión con perspectivas y con lejanías. Dice Hegel no sé donde que el lenguaje estorba a veces la espontaneidad del pensamiento. Es verdad. (Aunque también es cierto que pensamos con... palabras) Nos sentimos desazonados, inquietos, zozobrantes. ¿No es la ocasión de echar a andar el propio juicio? Sí; pero está ahí, a mano, la frase, «¡Qué vida ésta!», y ya la desazón descarga. Quedamos tranquilitos, agarrados a la falda del tópico, pero, ¿no hay aquí una frustración? Si no tuviésemos la frase fácil, la inquietud nos clavaría su espuela. Y acaso, ¿no destaparíamos entonces, para nuestro uso, la propia hondura, el personal hueco para sentir?
Huecos para sentir. No les echemos tierra encima. Dejemos que en ellos clame el agua profunda, «agua oculta que llora». No los tapiemos con dichos de confección previa. «¡Qué vida ésta!». Íbamos a decir mucho y no decimos nada. «Ay, cuántas cosas quieren salir cuando digo ¡ay!», sollozaba en prosa un poeta. Porque el «¡ay!» es otro albergue en el camino y el suspiro es una pereza de no contarlo todo. Giner de los Ríos pensaba que la vida no es alegre ni triste; que es simplemente seria. Seria, que es decir intensa. Intensa y por encima del placer y del dolor. Gran verdad que no consideramos porque nos acucia la bipolar urgencia: gozo, pena. Ambos nos acosan sin dejarnos serenidad, tierra neutra —de nadie— para el arraigo serio, ponderado, de las «razones del corazón» que don Eugenio d'Ors deseaba ver equilibradas por las «corazonadas de la razón».
Pero no hay tiempo que perder. «¡Cómo pasa el tiempo!». Ya encontramos otra frase para denscansar sin seguir camino. ¿Pasa el tiempo? Pero todo dentro de nosotros, en la memoria, en la voluntad, en la sensibilidad, en el entendimiento, es tiempo acumulado. Hay historia antigua en nuestros nervios y arterias; en nuestros pensamientos, en los propósitos nacidos de la experiencia, ante las «pasadas» del tiempo. Nos deja su huella, nos ha legado su sustancia el tiempo. ¿Cómo vamos a considerarlo simplemente como la «procesión de los días» para contemplar desde el propio balcón? «Tierra, tierra, tierra, tie-rra...», casi se exasperaba patético Unamuno en su poema dedi-cado a una imagen palentina de Cristo. Pero quizá somos ante todo «tiempo, tiempo, tiempo, tiempo...» del que sorbe el espí-ritu su alimento.
Porque, ¿quién inventó lo de «No somos nadie»? Cómodo refugio de palabras sin raíz ante el dolor del amigo o familiar muerto. Y... ¡vaya si somos! Lo que sucede es que no queremos informarnos de nosotros mismos. Y, ¡cuántos mueren sin haberse enterado, sin haberse puesto a la suprema tarea de identificarse! Los filósofos intentaron reiteradamente la definición del hombre; no se pusieron de acuerdo. Ahora el existencialismo (cuando el existencialismo es ateo) termina por afirmar también lo de «no somos nadie». Pero con un especial y probablemente estudiado énfasis; con una angustia para mirarse al espejo. No obstante, a poco que nos paremos a observarnos, comprobamos el gran «espacio» que una vida es. ¿Cómo es posible que lo dejemos vacío, que no lo inundemos de ideas, fervores, ansias, deseos? Gabriel Marcel habla de la Esperanza como elemento constitucional o estructural del hombre. Es su respuesta al hombre, pasión inútil» de Jean Paul Sartre. Aunque solamente fuésemos Esperanza, ¡cuánto somos!
El sol novembrino iramontó. El ocaso es de transparencia purísima.
No hay «espectáculo», no hay escenografía barroca, no nay retablo de nubes atormentadas en el horizonte. No se mue-ve la hoja de un árbol. Se encalma el espíritu. No trae la melancolía una tristeza: trae un fervor nuevo. Trae estas seguridades: La vida es un prodigio. Y el tiempo —aliado del Señor— nos trabaja dentro; nos martillea con sutiles, delicados instrumentos, como un orfebre. ¡Somos un asombroso, luminoso haz de misterios espigados! Haz de ansias levantadas con sed para la Sed de Dios. Porque Dios tiene sed, que eso es Amor. ¿De verdad moriremos sin enterarnos de quién somos? La vida: ciencia y arte de buscar —y encontrar— el «alguien» que cada uno es.
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