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Otra vez los periódicos madrileños abogan por el silencio tras la efímera eficacia de la campaña hace un año emprendida. Ha pasado, sencillamente, que Madrid obedeció, por la novedad que la cosa entrañaba, aquella especie de prescripción facultativa en beneficio de un civismo que se sospechaba enfermo. Es como cuando los niños callan: en la escuela o en casa. La novedad de callar unos instantes puede inclusive constituir un juego para ellos. Pero, luego, fatalmente, vuelven a alborotar. Así esta nueva pleamar de ruidos callejeros, entre la orquestación in crescendo de los claxon sin ley, no significa nada extraño. Si durante algunos meses las aguas turbulentas se apartaron cortésmente, a derecha e izquierda, para dejar, en las vías y plazas de la capital, cauce libre al silencio, es de notar que la varita mágica, prodigiosa, de aquel famoso «Bando» no podía ir contra la naturaleza de las cosas: su eficacia estaba hipotecada. Porque —confesémoslo con o sin vergüenza— el ruido es, hoy por hoy, para nuestra civilización una segunda naturaleza.
«Que no se oiga una mosca» es, por adversa fortuna, un deseo irrealizable del profesor de escuela que quiso adoptar, acomodándolo a la escala correspondiente, el alcalde de Madrid, fiado en que el de París con la misma receta, había obtenido ciertos sorprendentes resultados.
¿París? Vaya usted a saber. Probablemente, lo que sucede es que París grita demasiado en otros aspectos —ahí están sus gesticulaciones políticas— y no le queda tiempo para gritar en las calles. Una oculta compensación. París encauza, a lo mejor, sus vociferaciones, y hace sus aspavientos una «función» que a veces resulta deletérea y a veces no. Pero entre nosotros, el ruido desocupado, descargado de cualquier trascendencia, se vierte entero y anárquico —ibérico— sin fin conocido. Es el ruido por el ruido. O el ruido químicamente puro, sin oficio ni beneficio; el ruido desinteresado de «amateur», porque sí; el ruido sujeto y objeto de sí mismo.
Y quién sabe si no es mejor así. Nuestra apreciación es que, ahora, la civilización, tiene la mueca del ruido grabada en fisonomía. Da lo mismo decir que nuestra civilización tiene la sonrisa dinámica plasmada en su rostro. Cuestión de palabras. Cuestión de optimismos o de pesimismos. El dinamismo suele ser el ruido visto de frente. El ruido suele ser el dinamismo visto por la espalda. El caso es que el mundo todo —los hombres, las teorías, las máquinas, la política y la literatura, el arte, los negocios, todo— camina y corre desprovisto de silenciador. Y... cuando se trata de imponer el silenciador —pongamos el caso— a las motos, se aborda la cuestión un poco infantilmente, se intenta resolver el problemazo del ruido como si el ruido fuese una anécdota. Cuando el ruido es una categoría. Quien necesita silenciador es la humanidad. Terrible asunto. El silenciador que la silenciare buen silenciador será.
Porque la música, lo que se dice la música, lo que se dice la buena armonía, es bastante difícil en el concierto de las relaciones humanas. Hasta ahora la civilización —esa es su indeclinable misión— trató de lograrla. Pero parece como si la civilización, amargada de sí misma, hubiera renunciado ahora al concierto y hubiese decidido revertir en ruidos sus esfuerzos musicales. Toda armonía que renuncia a la relación, al concierto, se hace ruido. Y la inteligencia que renuncia al amor, se convierte en egoísmo. Bueno; ha sucedido que la civilización ha dejado de seguir, como conjunto, los movimientos de la batuta de Dios. Y ha venido el prurito del «solismo», del exclusivismo. Cada uno quiere cantar su aria: cantar solo o correr solo. Y así su canto o su carrera, inmersos en el desconcierto, no producen sino ruido. Porque, por otra parte, en tal situación, para hacerse oír, no basta con hablar; se necesita chillar. Chillar: palabra histérica. Pero muchos siguen llamando dinamismo a todo esto. Muchos se entusiasman con este modo de ser que todo lo alcanza con pocas nueces y con mucho ruido. A este talante de la época en que la fama de personas y cosas se hace a base de propaganda de publicidad. Y saben que poner un silenciador a la publicidad —a la masa— es hazaña émula de los trabajos de Hércules. ¿Hazaña reservada para tiempos mejores?
Quién sabe, pues, si estos ruidos callejeros de España son sólo un mal menor: un aspecto, al fin y al cabo inofensivo, de la moderna Ley histórica (?) del Ruido Universal, cuya vigencia esperamos que cese algún día, sin embargo.
Peor sería que el ruido se hiciese lo mismo palpable en los espíritus. Afortunadamente hay todavía muchos silenciadores morales en España, aunque las motos caminen a sus anchas y los claxon atruenen los espacios. Este ruido ibérico, ocioso y desocupado, es casi deportivo. Es una válvula de escape... Pero es el ruido que trabaja a presión.
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