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CALMA, MUCHACHO!

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 15 de julio de 1967

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Que haya en el mundo personas inteligentes, es bastante normal. Tan normal como que existen personas más o menos estúpidas. Hay una especie de lotería en esto del talento, pero salvo la aparición del genio —suceso excepcional— es poco razonable el asombro ante quienes manifiestan una pequeña ventaja, una pequeña ventaja nada más, sobre el nivel medio, sobre el nivel intelectual común. Sobre todo, es poco elegante, y empieza a ser absurdo, asombrarse ante la propia inteligencia.

Cuando alguien se considera a sí mismo una excepción en esto de la inteligencia, comienza el peligro. El peligro de que, catalogándose, sin más, como un portento, incurra en la tontería de creerse despegado del resto de la humanidad y, como tal, con derecho no ya a la originalidad sino a la extravagancia. Y, como tal..., inmune no ya al convencionalismo y al prejuicio, sino a las normas elementales de uso común. Como si fuese de otro planeta. De tal forma que ni la moral es párale ni la educación tampoco. Hasta el punto de que espira a que sus groserías, por arte de birlibirloque, se transfiguren en «boutades» y sus blasfemias en frases de ingenio.

Ejemplos abundan, aunque hasta ahora nada más abunden relativamente. Hace unos días, Miguel Fernández, en un excelente reportaje, nos hablaba de su charla, sostenida en España, con uno de estos inteligentes muchachos borrachos de su propio talento que han rociado su propia embriaguez con el vino de París y que ya, después de esta licenciatura, se consideran con patente de corso para asumir opiniones y adoptar aptitudes contrarias, por lo menos, a la discreción y al buen gusto. Actitudes y palabras incursas, por lo menos, en el delito de pedantería.

Pero hay, a lo largo y a lo ancho del mundo, infinitas personas inteligentes que no se consideran una excepción, un asombro. Hombres que piensan y escriben maravillosamente sin que por eso se les ocurra pensar que la patria en que nacieron es demasiado estrecha para ellos. Estupendos jóvenes hay por todas partes, con deseos innovadores y reformadores inclusive, a quienes no se les antoja que el camino para ser «genios» es el insulto a los genios que le precedieron. Enorme, sí, es la legión de individuos con talento que no tiene miedo a perderlo si dicen que admiran a Cervantes, en el caso de que sean españoles, o a Shakespeare, si nacieron en Inglaterra. Estas incontables personas que alían a su inteligencia una dosis de elegancia espiritual, no aspiran a lo mejor a «monstruos», pero se ponen a trabajar pacientemente, o a investigar, o a escribir, o a hacer política de una manera razonable, con estilos de audacia que, sin embargo, no empecen a la verdad; con personalidad, en fin, pero sin cursilería. Porque a esto vienen a parar en la mayoría de los casos, estos adanes del «genio» en fase embrionaria: a cursiladas de la peor ley. Ya que hay cursis de color rosa —cursis al pastel— y, también, cursis al óleo (?)

Sí. Frente a los inteligentes en los que, precisamente, fracasa la inteligencia por egolatría, por soberbia, está, gracias a Dios, todavía la cordura de los hombre que saben que la inteligencia es cosa corriente, cosa de la que no hay que engreírse demasiado. Claro está que, muchas veces, esa cordura les exime de la celebridad. Pero, ¿qué es la celebridad? ¿De verdad, de verdad, hay personas talentosas que aspiran a la celebridad por la celebridad misma?