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AZORÍN Y VELÁZQUEZ

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 11. Núm. 108. 20 de julio de 1960

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De ningún artista español se ha hablado y escrito tanto como de Velázquez. Pero Velázquez no es un tema... Un tema es cualquier hombre, está en cualquier cosa. Velázquez es algo más: es una tesis de España.

Por aquel tiempo, las tesis nuestras habían alcanzado ya una universalidad. La de Ignacio de Loyola, un siglo antes, ¿no aquietó en sus órbitas mil renacientes astros errabundos al clavar él —Iñigo, ballenero divino— un arpón teológico a cada uno de los conceptos que vagaban sin ley en la nebulosa del humanismo equívoco? Pues si España había polemizado con la geografía en las conquistas de Ultramar y con la historia en las discusiones de Trento, ahora, en el XVII, quedaba, para el sereno reposo de su gloria, la grandeza —un tanto crepuscular, pero al par apoteósica de epifanías— de su espíritu vacado a la contemplación. Porque con el XVII las «proposiciones» de España empiezan a tener otro signo. Hay menos acción. Hay más fruición. Ya el ideal descompone su elementalidad aparente y su transparencia en un colorismo de ideas. Y madura en delicias estéticas, en frutal sapiencia golosa, la cosecha ubérrima de la raza. Cervantes, con nombre que suena a melancolía... Velázquez, con nombre que evoca al terciopelo... Será que España está cansada. Será. Y, no obstante, es un cansancio que transciende fervores, que postula elegancias, que teoremiza vida.

Junio es el mes de las liquidaciones. El 6 de Junio de 1599 nacía Velázquez. Velázquez, así, en primera impresión, da la sensación de un pintor que «se queda con el traspaso». Con el traspaso, concretamente, de la llamada «escuela sevillana», muy agrietada, en precario, por las luchas de italianizantes y realistas refractarios. Vargas, Pablo de Céspedes, Pacheco, Herrera el Viejo... Llega Velázquez; aprende primero de Herrera; trabaja luego con Pacheco, con cuya hija contrae nupcias. Y... da a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Porque en Arte —y esta es quizás unas de sus notas diferenciales— se puede servir a dos señores, se puede servir a Italia y... al realismo español. Esta es la política conceptual, este es el estilo, de Diego Rodríguez de Silva. Él sabe, ¿cómo no va a saberlo?, que antes, siempre, se ha pintado muy bien, pero que ya hay que pintar de otra manera. Y da su «Vieja friendo huevos» y su «Adoración de los pastores», cuadros, por así decirlo, de liquidación, de saldo, porque se quedó con el traspaso. Y, ahora, a buscar caminos nuevos...

* * *

Junio es un mes de liquidaciones. El 6 de Junio de 1873 nace en Monóvar, José Martínez Ruiz, «Azorín». De ningún escritor contemporáneo se ha escrito y hablado tanto como de «Azorín». Pero «Azorín» no es un tema. Un tema es cualquier hombre, está en cualquier cosa. «Azorín» es algo más: es una tesis de España...

¿Por qué, al empezar el siglo XX, España —un poco enferma de aprensión— cree que sus impulsos están agotados? Quizás se puede pensar, entonces, que su cansancio no va, nunca más, a trascender fervores. Al despuntar el novecientos hay en nuestra Patria una fatiga para la acción y una sensación de fracaso que inhibe la contemplación misma. En política, un feble afán mimético. Miedo de no ser ya España. Miedo de no ser todavía Europa. Como consecuencia, un quietismo camaleonesco; un liberalismo de confección —mala confección— disimulando el vigoroso torso ibérico. En Arte, en Pintura, ya lo saben ustedes: cuadros de historia. ¡Vivir de las rentas! Y en Literatura —¿para que dar nombres?— retórica, patetismo de escayola, frondosidad oratoria, grasa melodramática.

Claro que los males de España tenían remedio. Lo hemos ido viendo después. Para nuestro propósito, sólo queremos resaltar aquí el remedio azoriniano en el campo literario. Porque —como Velázquez—, José Martínez Ruiz se quedó con el traspaso. El supo también que antes siempre había habido en España escritores de gran sensibilidad y de gran talento; pero que ya era preciso escribir de otra manera.

Y «Azorín» escribió de otra manera. No «poniendo punto y coma donde los demás ponen coma y punto donde los demás ponen punto y coma». El estilo azoriniano no es una ortopedia que encauza o endereza la prosa. Ni, fundamentalmente, una escarda que arranca maleza de adjetivos inútiles. Ni siquiera una ascesis para la lujuria retorizante. No es con el prejuicio de detectar técnicas nuevas como se acierta en la interpretación auténtica de un estilo. El estilo, creo, en Arte y en Literatura, no es una cosa que se aplica, sino una fluencia que mana. No es una píldora que se toma para. Es un síntoma que se manifiesta porque.

Por lo demás, en los modos estéticos respectivos de estos dos hombres nacidos en Junio —mes de liquidaciones—, en tan próximo parentesco de fechas, hay como una comunidad espiritual bien patente. Si en los cuadros de Velázquez se ve el aire, en los capítulos de «Azorín» se palpa el tiempo. Son dos perspectivas inigualables. Ambos nos presentan la realidad. Pero no una realidad que impone sus categorías y sus perfiles inexorables. Más bien, una realidad que se enriquece —y se electriza— en ese condensador de emociones que es el hombre. De Velázquez se dijo que, después de mirar, pinta con el botín de la mirada, la mirada misma. ¿No parece lógico acordarse ante un cuadro de Velázquez —cualquiera— de cualquier página de «Azorín»? «Azorín» ha escrito: «Dos cualidades esenciales tienen los vocablos: una de ellas es el color; la otra cualidad de los vocablos es el movimiento». Cuando el Maestro escribe una de sus páginas, ya sale impregnada con los colores de la paleta de su alma e informada de una dinámica vivencial. Como Velázquez... El realismo del pintor de «Las Meninas» es un realismo de ida y vuelta: va a las cosas, mas no para quedarse en ellas.

Y, por eso, cabría hablar también del realismo de «Azorín». Un realismo que incide en los temas, no a la manera del naturalismo, en inapelable perpendicularidad cegadora y fulmínea. El estilo azoriniano, que se llama directo por su forma de construcción sintáctica, es de una oblicuidad estética portentosa. Gracias precisamente a ella, las cosas reverberan en los «primores de lo vulgar». Lo vulgar, tratado por el autor de Los Pueblos se hace, así, belleza. Y no es que lo real deje de ser real, pero empieza a ser materia lírica. Y el polvo sigue siendo polvo, más... «polvo iluminado».

Como Velázquez, «Azorín» pinta lo de afuera desde dentro. Y desde dentro, todo puede pintarse. Hasta el aire. Hasta el tiempo...