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En su tiempo, José Ortega y Gasset —nada sospechoso de reaccionario— escribía con mordaz desprecio acerca del «parvenu». Decía del progresismo del «parvenu» que estaba «deslumbrado por las botas nuevas de la civilización actual». Los ultraprogresistas de hoy, más aún que los de la época de Ortega, quieren apabullarnos con su zancada larga. Pero es eso: ruido de la bota más que agilidad del pie. En sus peroratas, en sus desplantes (que ellos llaman «denuncias proféticas»), en sus argumentos, no late una novedad profunda, sino más bien una larga —y ancha— novelería. Hablan y hablan compensando lo hueco con lo largo. Nuestro Antonio Machado, hace cincuenta o sesenta años, advertía contra «el coro de los grillos que cantan a la luna» y nos daba la receta capaz de librarnos de los pluriparlantes a real el ciento: «A distinguir me paro las voces de los ecos».
Me parece que justamente ocurre así: la gente se nutre ideológicamente (y aún en el plano de lo existencial, por paradójico que resulte) de los ecos. Creo que los ecos, los retumbos, las resonancias de modas, modos, estilos y doctrinas naufragadas o ahogadas son voces inéditas acabadas de emitir. El «parvenu» era, según Ortega, el hombre deslumbrado por el tópico del antitópico. Pero no es el antitópico —tópicamente aceptado— el remedio.
El progreso, la civilización, no es cuestión de cambio de calzado, sino cuestión de ahondamiento, de profundización. No progresa quien se mueve mucho, quien avanza sin saber a dónde o quién multiplica su voz de eco en eco, de monte en monte. Pero, además, sucede que aun en el caso de que progreso y civilización fuesen eso, la cultura es algo más. Porque la cultura no es un viaje, sino una labranza. Es labor, honrada labor, de arado, siembra, cultivo, abono, escarda y riego.
¿Por qué este nomadismo insaciable de los progresistas actuales? Sucede que el mundo por fuera es más bien pequeño. Por donde el mundo es grande es por dentro. Los progresistas más bien avanzan por la superficie y entonces cuando creen descubrir una «verdad nueva» no es, en la mayoría de los casos, sino que, dada la vuelta, tropiezan con el uso, con la costumbre, con la razón o con el método desechados anteayer. Ejemplo cercano: infinidad de jóvenes partidarios de un radical liberalismo están, a lo mejor, convencidos de que son ellos quienes lo están inventando o quienes lo van a inventar. No, no; tienen que enterarse de que no. Tienen que enterarse de que el liberalismo fue un descubrimiento de esos señores de bombín, patillas, reloj de cadena y chaleco de tirilla, cuyos retratos penden todavía de las paredes húmedas delos gabinetes y salas de provincia.
En cuanto a los candorosos progresistas que propugnan un cordial acercamiento al marxismo, ¿no hay que recordarles que el marxismo tiene una historia inexorable que ellos no pueden ahora detener con su beato injerto? Fernández de la Mora ha resumido la historia socialista así de breve: «Fourier o la utopía, Marx o la ciencia, Stalin o el Poder». Los cristianos marxistas seguramente lo que quieren, si son bienintencionados, es una utopía. Poco más o menos pretenderían, como Fourier hace más de un siglo, una suave, humana, filantrópica, aceitosa revolución. Ya no es posible. Esos cristianos, llegarían demasiado tarde, llegarían después de Stalin y de Lenin. Es decir, cuando ya el socialismo irrevocable es más que una vocación de justicia. Cuando ya el marxismo es, sobre todo, una filosofía sin médula espiritual y un despótico e implacable poder.
A uno le parece (y por eso uno no teme decirlo) que en las tesis progresistas pululan los errores. Pero errores viejos. Tan viejos, que ya son condenados en los textos bíblicos y en las cartas de los apóstoles. A mí me parece expresivo y sintomático el texto de la II Epístola de San Juan, capítulo 7, con el que concluyo: «Todo el que va más allá y no se mantiene en la doctrina de Cristo no tiene a Dios... Muchos seductores han salido al mundo: los que no confiesan a Jesús como Mesías venido en carne. Esa gente es el seductor y el anticristo... Si alguno viene a vosotros y no trae esa doctrina no le recibáis en casa ni le digáis “salud”. Y el que le dice “salud” entra en comunión con sus malas obras». Durísimo texto el de San Juan. No debe una prudente exégesis atenerse estrictamente a la letra, pero aún así el espíritu que mueve la epístola parece evidente.
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