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ENSEÑAR A DISTINGUIR

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 19 de junio de 1969

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«Casi todo el mundo está perplejo
acerca de la educación de los hijos»
Goethe



Pedagogos hubo —y los hay todavía— que llegaron a creer que tallando las facultades de los niños, midiéndoles la inteligencia, la voluntad y los afectos (?) como se mide el tórax, la estatura o... la torre de Pisa, el expediente de la educación estaba próximo a resolverse definitivamente. Optimistas. Hoy la Pedagogía, si quiere seguir actuando en serio, tiene por delante un campo mucho más difícil. La educación no se hace con psicología barata, es decir, no se hace con psicología física o, lo que es peor, con psicología matemática. Porque también el niño es un misterio ante el que los números y las estadísticas —¡oh las estadísticas!— fallan. Desde Stuart Mill acá ha llovido mucho, y la pedagogía científica, si quiere seguir siendo científica, necesita ciertamente también de un «aggiornamiento». Por ejemplo, la pedagogía, más allá de sus medidas y de sus baremos, tiene que mirar alrededor. El mundo que hay —y el mundo que se fragua dentro del que hay— es tan complejo que preparar al niño para la vida exige muchas calzas, ahora que vadear el lecho mismo de la existencia resulta tan arduo. Probablemente, hace nada más treinta años, era fácil orientar a los chiquillos en un mundo estabilizado, mucho menos complejo que el de ahora. Se elegía profesión u oficio sabiendo de antemano lo que cada profesión u oficio era. Se elegía mujer sabiendo lo que cada mujer era. Las actividades, los afectos y las aficiones tenían cierta solidez, aunque algunas veces falsa. Y los llamados intereses naturales del educando encajaban con cierta facilidad en los esquemas previos.

Pero el mundo se ha agrandado. Más que agrandarse, se ha dilatado. Se han multiplicado las opciones y, con ellas, las dificultades. Hay más facilidades para todo y, paradójicamente, hay para todo más obstáculos. Cualquiera puede llegar a ingeniero quizás —igualdad de oportunidades—, pero por eso la carrera de ingeniero se pone mucho más difícil para todos. Hay más libertad, pero también hay mucha más gente, y ya se sabe que, en última instancia, el ser libre es tener alrededor mucho espacio vacante. Y, ¿no hay también más conocimientos a medida que existe menos auténtica cultura? ¿Sabemos de muchos hombres que juzguen lo inmediato por lo mediato y no lo mediato por lo inmediato? ¡Cuántos libros y qué pocos autores! Luego, mil sensaciones para cada dos ideas; cien matices para un concepto. ¡Qué oferta tan sensacional de emociones! Pero entre tanta emoción distinta, ¿quién se casa con una conducta? Infinitas novias y poquísimas esposas.

Este panorama, esta perspectiva abierta con soluciones tan numerosas como inciertas, convierten en pavorosa la tarea educativa. Goethe, profeta en tantas cosas, lo adivinaba en su tiempo. Escribió: «Pensando en educar para una esfera más alta se conduce a los alumnos a lo ilimitado sin tener a la vista lo que en realidad requiere su naturaleza interior». Pobre niño, pobres niños, tan naturalmente limitados en su naturaleza llamados a enfrentarse dentro de dos, dentro de cinco años, con plurales horizontes enfrentados. Ellos comprenden en seguida cuando con amor les hablamos de amor, cuando encarecemos en su presencia la justicia y la libertad, cuando les hacemos sentir a Dios, a la Naturaleza... Pero un mundo voraz aguarda afuera de la escuela para apoderarse de ellos. Y tienen que prepararse para él. Ese mundo —la verdad sea dicha— es poco respetuoso con los intereses del niño. Les va a exigir innumerables técnicas, conocimientos, astucias y ardides. Quizás no va a bastar con nuestra palabra de amor, porque ese mundo, si no sabemos atinar con honda al amor como un pequeño David, se engulle todas las ternuras posibles. Además se trata de un mundo en cuyo mercado de opiniones los precios no están de acuerdo con los valores. ¿Cómo preparar a los niños para que conozcan los genuinos valores por debajo —y aún en contra— de marchamo de los precios?

La naturaleza interior del niño siempre fue mucho más simple que el vasto mundo y, por eso, siempre la educación fue cometido espinoso. Pero hoy el mundo es más problema, y ayudar a despejar las incógnitas es empresa superior, porque en los mismos planteamientos problemáticos hay falseamientos, mistificaciones. El mundo está más sofisticado porque encantadores y primorosas bambalinas de cartón ocultan el único horizonte natural. Y sus oscuridades —iluminadas con luces de neón— adolecen de un esplendor bastante para desestimar la luz del sol. Es peligroso. Sobre todo para estos chiquillos que ahora se preparan. ¿Para qué se preparan? Ni lo sabemos, ni lo saben. ¿Qué existencia les aguarda? Lo ignoramos y lo ignoran. Más inermes que nunca ante una confusión hecha de parciales claridades yuxtapuestas, no van a servir para nada nuestras tallas de inteligencia, nuestras medidas y nuestros tets, si no nos apresuramos a enseñarles a distinguir. Distinguir, suprema norma educacional. Distinguir el bien del mal, la belleza del afeite, la verdad limpia del vistoso error; el hecho mostrenco de la idea generosa y el agua de la droga. Distinguir para saber y saber para elegir. Educar para la vida, sí; pero pasando por dentro del niño mismo, salvando al niño y sus verdades no contaminadas. Y armando con honda a cada una de esas verdades, por lo que pueda suceder...