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Revalorización del Jardín
La selva o el bosque son Naturaleza —bella naturaleza casi siempre— pero el jardín, es ya gracia.
El jardín tiene una forma, que es tanto como decir que tiene una norma, que es tanto como decir que presupone un espíritu. En él, el logos acuña su efigie sobre el cosmos. Esto es la Civilización: siempre una medalla que ha troquelado, en forma, la materia; que ha hecho ley del duro metal del instinto, o arquitectura de la bronca índole de la piedra, o filosofía de la maraña caótica de las sensaciones; o historia del dato previo, sin alma, de la geografía. O jardín —belleza con coordenadas— de la Naturaleza: belleza libre.
Porque ha pasado la época romántica, esto es la moda de la estética silvestre, ahora vuelve a cotizarse el valor jardín, tan depreciado en el libre cambio ochocentista. Adviértase que el siglo XIX significó para la Cultura lo mismo que para la Economía; para la Economía, lo mismo que para la Política; para la política, lo mismo que para el Arte. El siglo XIX tuvo la ingenua pretensión de creer que la sinceridad era anterior a la verdad, y que la bondad era previa a la educación, y que la espontaneidad suplía con ventaja al estudio. Sobraban, en el siglo XIX, la verdad, la educación o el estudio. O —de otra manera— creyó el siglo XIX, desde Rousseau hasta Bergson, desde Goya hasta Monet, desde Napoleón hasta la Gran Guerra, que el libre comercio de las divisas del espíritu tanto como el libre comercio de los productos, traía aparejado el «progreso» de la Humanidad. No tenía por qué imprimirse una dirección, una forma, a las cosas; bastaba con imprimirles un sentido. Así triunfaba el sufragio universal en la política, el impresionismo en el arte, y el «elán vital» en la filosofía, y el romanticismo e la literatura. Y el relativismo. Y el sistema constitucional. Y la fiesta de toros... Así triunfaba, sobre el Jardín (conquista y colonización de la Botánica), la primigenia regresión al Bosque como tema del paisaje y tema de la ética. Así triunfaba todo lo que carece de Reglas, sobre todo lo que carece de improvisación. (Nótese como en la misma fiesta de toros que hemos mencionado a título de índice «ameno» del complejo ochocentista, el «reglamento» está reducido a su más mínima expresión.)
Úbeda rezagada
Úbeda, como tantas otras ciudades españolas, está rezagada en esto de las buenas reglas del urbanismo, de la sonrisa, de la gracia y del jardín. Entre sus piedras centenarias, gloriosas de historia y careadas de polvo, alienta una evocación. Pero la evocación, que es nostalgia, necesita siempre el contrapeso de la esperanza. La nostalgia es una aspiración centrífuga del alma hacia los cielos épicos. La esperanza es, en cambio, una centrípeta reversión hacia domésticos parajes individuales. Junto al monumento, el Jardín; junto a la gracia disecada de la arcada gótica, el perfume actual de las rosas; junto al blasón de heroísmos que embalsamó la piedra, una modesta privanza de bojes y de azucenas. Así, el equilibrio se restablece. Así la misma Cultura se salva. Porque la Cultura no es un memorial; es, sobre todo, un aliento en pos de un destino, y es una selección. Es un testimonio de la razón en la faz de la historia, como el jardín lo es en la faz de la Naturaleza.
Úbeda, joyante, espléndida, rubia de ilusiones en la granazón renacentista; Úbeda, cuya savia intensa estalló gozosa en los brotes exultantes de sus templos y palacios del siglo XVI, en la ubérrima cosecha monumental de la Plaza Vázquez de Molina; Úbeda, en fin, que había encontrado su hora en la hora vernal del Renacimiento, sesteó más tarde, aquietada dentro de su historia, durante tres largos, agobiantes siglos... Ha sido un poco el estiaje de Úbeda, agotado el caudal generoso de sus fuerzas. En los atardeceres, Úbeda presenta la faz gloriosa, dorada y mustia, de un pasado todavía reverberante en sus viejas, doradas piedras. Y es como si contempláramos el cauce majestuoso, el lecho sublime de un río, al que se arrebató el alma clamorosa de sus aguas.
Fue en esos tres largos, agobiantes, estériles siglos, que Úbeda se quedó sin jardines.
¿Otro Renacimiento?
Pero ahora se apunta otro Renacimiento en la Ciudad. Úbeda debe volver, otra vez, a encontrarse a sí misma, enlazando su historia con su esperanza. Todos los síntomas así lo indican. Para ello se aúna el esfuerzo de sus hombres... Porque los tiempos son de superación y no basta ya para el prestigio de un pueblo la ejecutoría de una ancestral nobleza. La nobleza hay que demostrarla y la gloria hay que probarla en nuevas empresas. A todos los pueblos se les exige ahora una reválida, un examen de aptitud contemporánea, que no es, claro está, un examen de aptitud contemporizadora. Nunca como en el presente, la actuación de los pueblos ha de ajustarse al lema ascético: «Quien no avanza, retrocede».
No es una anécdota, no, dentro de la historia, la de la restauración urbana que ahora se inicia. Y estos parvos jardines que aquí reproducimos, de reciente creación, son un índice de nueva pujanza. Porque, repetimos, la revalorización del jardín es símbolo de la revalorización de la Cultura. De la Cultura trazada en coordenadas —en función de jardín— frente a la caótica Cultura amorfa, en función de bosque.
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