Revista Vbeda Revista Ibiut Revista Gavellar Diario La Provincia Semanario Vida Nueva Revista Don Lope de Sosa
Nuestra web sólo almacenará en su ordenador una cookie.<br>
Cookies de terceros.Por el momento, al utilizar el servicio Analytics,  Google, puede almacenar cookies que serán 
procesadas  en los términos fijados en la Web Google.com. En breve intentaremos evitar esta situación.
Revista Códice Redonda de Miradores Artículos Peal de Becerro. Revista anual Fototeca Aviso
y más: En voz alta Club de Lectura Saudar.es Con otra voz En torno a la palabra

Úbeda

Guía histórico artística de Úbeda. En las mejores librerías. Pulse para conocer las fuentes que nos avalan


Quizás la mejor Guía de Úbeda.

 
    

LA LIBERTAD

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 4 de mayo de 1965

Volver

        

El concepto de libertad se declina de muy diferentes maneras; su fluidez es tal que... adopta la forma del vaso que la contiene. Naturalmente, cada sistema político o filosófico vacía en su propia ánfora la libertad. Por eso, señalar su genuina silueta es difícil. En cualquier caso, hay que valerse de abstracciones. Pero por la misma razón que no se tiene a «a priori» la intuición de lo que es el metro o el litro —es necesario apelar al ejemplo: metro de tela, botella de litro—, carecemos de vivencias que nos muestren ostensiblemente, de antemano, y sin auxilio de experiencia, la esencial índole, el módulo de la libertad. Y se recurre al caso práctico, al perfil particular que, aquí o allí, encarna. Ahora bien: lo particular siempre adultera o cercena.

—En este país no hay libertad.

—Pero, ¿qué entiende usted por libertad?

Resulta que cada uno entiende por libertad una cosa morfológicamente distinta, porque cada uno ciñe el concepto a sus prejuicios.

Sin embargo una noción absoluta, no relativa, de la libertad es precisa. Continuemos trivializando con las analogías.

¿Qué sucedería si, rotos todos los cacharros de cabida del litro, nos encontrásemos con que no existía una idea previa —incontaminada de ejemplos—, universalmente aceptada de lo que un litro es? Ocurriría, en su esfera, algo similar a lo que está acaeciendo ya con la libertad. En quiebra —en cuarentena o en combate— los idearios que la ostentan (y suelen ostentarla todos), la libertad se desborda libre —valga la redundancia— y no hay definición que la sujete a su originaria verdad, que la meta en cintura. Por lo que no es desventurado sospechar que de las derramadas libertades actuales sólo va a quedar algún día la piel difunta, la momia disecada.

Thielicke ha escrito: «En Occidente la libertad es un bien de consumo como la nevera. ¿Pero se gasta? ¿La producimos acaso en nuestra vida? ¿Tenemos alguna fuente de reserva?» No puede ser más aguda la observación. Gastamos las libertades; las invertimos y las malversamos en anecdóticos devaneos partidistas y discurseantes; las usamos como el frigorífico. Pero desatendemos su producción. Es decir, no disponemos de nueves fuentes ni nos preocupamos de las reservas; desdeñamos cualquier prospección con vistas a una libertad del futuro. Las libertades políticas, por ejemplo, dictadas y afloradas en la Revolución Francesa, están ya casi esquilmadas. Nos hemos servido de ellas durante dos siglos, adolecen de viejas. Y los regímenes que todavía las asumen empiezan a resquebrajarse y mutuamente se embisten. Urge —parece— encontrar otros manantiales para la libertad del porvenir.

Pero eso hay que instar —no queda otro remedio, a despecho de todos los prejuicios— al saber teológico. El razonamiento, para el cristiano, es sencillo: si convenimos en que Dios existe, la esperanza de que la libertad no faltará nunca en el planeta está asegurada, aunque se nos rompan los envases que ahora le dan forma. Está asegurada porque el libre albedrío es nota esencial, distintiva, de la naturaleza humana, según el cristianismo. Si, por el contrario, la libertad se estima nada más como bien de consumo, ocasional y práctico, ¿quién nos garantiza que no va a ser sustituida y rebasada? ¿Acaso hay motivos para afirmar que su suerte va a correr avatares diferentes, y que la inevitable caducidad, que a cualquier bien de consumo amenaza, a ella no le atañe? ¿No ha sido superado el abanico por el aire acondicionado, y el carbón por el petróleo...? Al fin y al cabo es el sueño del comunismo: que la libertad quede inservible —objeto de museo, como el abanico de nácar de la bisabuela—, que el albedrío individual se jubile, por inútil, que el progreso, en su devenir, aboque al paraíso (?) de la colmena. Pero si la libertad es ante todo un atributo necesario —en ningún filósofo, probablemente, se afirma esto, pero taxativamente consta en cualquier teólogo cristiano—, entonces hay razón para creer que sus yacimientos son inagotables.

Libertad. ¿Se nos está acabando? A pesar de todas las apariencias, ¿qué va a quedar de nuestros famosos principios liberales dentro de cincuenta años? O hacemos nuevas prospecciones e la «Summa Teológica» o el riesgo de la «debacle» apunta.

No nos engañemos: hay viejas formas de libertad que se mueren. Pero existe una creencia en la libertad sustancial del hombre, que no pertenece a ninguna fe política, sino a la fe religiosa. En cualquier tiempo, llegada la quiebra, sólo el cristiano puede argüir, reaccionando seguridades ante el accidental desplome: «La libertad ha muerto, ¡viva la libertad!»