|
¡Qué prodigio el de las manos! Con frecuencia, al definir al hombre, olvidamos sus manos. Cuando, realmente, constituyen la manifestación tangible, expresa, de que Adán nuestro padre fue el primer animal fuera de serie. Aristóteles dijo que la inteligencia es la mano del alma, porque el alma aprehende, rechaza y sirve con la inteligencia... Y, ¿no es la mano —esta mano una y diversa que racionaliza y sublima el tacto oscuro en los cinco afilados dedos—, no es la mano la inteligencia del cuerpo? Antes de Adán, la mano fue un ensayo prensor, un esbozo, un intento. Desde él, es modo y estilo en que la epifanía del entendimiento se plasma. Y órgano, por así decirlo, de la cordialidad. O, si se prefiere, de la proyección social... Porque si, ciertamente, los sentidos todos nos informan del mundo exterior, la mano significa el expediente más notorio de la acción. Y es ella quien establece la comunión con las cosas. Por eso ningún saludo puede tener expresividad sin la intervención de las manos. Ni ningún odio: cerrar el puño es el gesto retráctil por antonomasia. Ni ningún trabajo; hecha para sujetar, hecha para moldear, para acariciar, la mano suaviza la condena. Gracias a ella la materia inerte adelgaza su índole mostrenca: el arte alborea en el barro del alfar, en la madera derribada del árbol muerto, en el metal sombrío.
Toda la sintomatología del carácter se refleja en las manos. Manos flojas que acusan, en el encuentro, el desapego. Cálidas manos que en el apretón jubiloso promulgan la confianza. Manos finas que traducen los escondidos afanes del espíritu. Elocuencia del gesto que confía directamente a las manos la intensidad visible de una emoción, el fervor de una alegría, el clamor hirsuto de la cólera, la dulcedumbre de la paz. Hasta cuando la pereza disuelve en su desaliento aguanoso los propósitos más altos, es la mano distendida, laxa, el índice mejor de la desgana.
¡Oh, sus manos! El enamorado sabe que «sus manos» vibran en la onda del temblor más hondo, que ni sus ojos mismos aciertan a enseñar. Pero la belleza de la mano se declina de muy diferentes maneras. Está, sí, la suave, sedosa mano que glorifica la pasión. Entonces, una especie de triunfalismo poético se acoge a las claras imágenes, a la enardecida metáfora empujada de lirismos. Pero cabe, también, el encomio de la mano herida por el tiempo, surcada por la huella de mil avatares adversos. Habrá quien encuentre en la mano callosa del trabajador un símbolo de moral belleza indeclinable. ¿Y las manos pálidas, sarmentosas, cansadas, de los viejos? Trémulas, casi exámines, vacan en un descanso forzado que promociona en el alma un sentimiento de tristeza. ¿Y las manos de los moribundos? Manos locas que agitan su impaciencia desnortada enlas fronteras del sueño último...
He ahí las manos de una mujer pobre. ¿No han sido testigos ustedes nunca del afán de una de esas féminas enlutadas que, en los pueblos, se sientan, al atardecer, en el zaguán de sus viviendas a zurcir la ropa de la familia? El mundo está obstinado en un campeonato de prosperidad; eliminados mil achaques, mil anacronismos, mil prejuicios, mil... remiendos, el mundo parece jugar ya los «cuartos de final» de la prosperidad contra todos los obstáculos. Los hombres, ávidos de novedades flamantes, se oponen invariablemente a lo usado, a lo añejo. Y ni para sus vestidos ni para sus ideas y creencias admiten el recosido o la enmienda. No importa lo limpio si es de ayer. Interesa lo de hoy, aunque sea lo sucio de hoy.
Yo cantaría esas manos de mujer pobre obstinadas en el zurcido a la hora incierta de la atardecida. Valientes manos de la pobreza en un tiempo cobarde que huye a la desbandada de los «valores» —la pobreza es un «valor» a la intemperie, y nadie que haya leído el Evangelio nos tachará de embusteros—, atento nada más al techo de las «seguridades».
|