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Hay el prejuicio de oponer cantidad y calidad. ¿Lo abundante, desde el momento en que abunda, escasea en... mérito? (Porque también frecuentamos la idea de confundir calidad y mérito.) Sin embargo, metidos en cualquier proyecto, pronto advertimos que el logro deseado casi nunca es flor espontánea. Si la misma Naturaleza es pródiga en cantidades —contar las especies ya es empresa más que ardua— ¿quién podría sostener que una «economía» o una «reducción» del inmenso despliegue biológico determinaría una condensación mejor de la vida? Pero enderezar el pensamiento por esa vereda no es del caso. Más vale ceñirnos al aspecto que el presente de la civilización nos brinda. Nos quejamos de muchas máquinas, de muchas ideologías, de muchas fuerzas y hasta de muchos hombres. Y, en seguida, un mecanismo lógico de «plano inclinado» nos trae la pregunta: Tanta cantidad de todo, ¿no está estorbando la calidad? El mundo —y con él la cultura— no ha ido creciendo de modo armónico, como una esfera que se agranda. Rickert, tan comentado por nuestro Ortega y Gasset, pensaba, poco más o menos, que la Civilización está constituida por una serie de agresiones inducidas en cada época por los intereses históricos de la situación y del momento. Algo así como la morfología de la ciudad antigua, no planificada ni racionalizada, sino extendida sin direcciones previas, en granulaciones hasta cierto punto anárquicas. En este supuesto, es evidente que la cantidad, proliferando sin medida y no sujeta a la intervención o control de la armonía —nada reduce mejor que la armonía—, da lugar a toda clase de embotellamientos. Entonces la circulación se pone imposible. ¡Razones, verdades, estilos! Mucha cantidad de razones, verdades, estilos. ¿Exceso de fabricación? Pero entonces, razones, verdades y estilos tienen el carácter de las cosas. (La «cosificación» y su «problemática», que diríamos cualquiera, en un instante de pedantería.) Recientemente se ha celebrado en España el «Congreso Nacional de la Calidad». Me ha llamado la atención el título de la reunión. Ingenieros, técnicos, empresarios, industriales, jefes de personal, han acometido el tema, verdaderamente sugestivo, de la necesaria mejora de la calidad de los «productos», hincando el diente a los problemas, perfilando proyectos, oteando soluciones. En seguida he pensado que estaría bien organizar otros «Congresos» en que desde otros puntos de vista la cuestión de la calidad se abordara. Porque es posible que los mercados todos, incluso los ideológicos, los artísticos, padezcan hoy una gran inundación de chapuzas. (Pido excusas por la expresión «mercado ideológico», pero no lo borro porque no me parece falsa; y porque «es» aunque no debiera ser.) Sobre todo para mejorar las éticas de moralina que abundan —que disfrazan y no visten—, ¡qué necesario el empeño de una auténtica moral del hombre para el hombre! Ya que el hombre no puede ser menos que sus productos, ¿cómo no va a estar obligado a elevar su nobleza al nivel de la calidad de sus instrumentos?
En cuanto al arte, oponer cantidad a calidad es imprudente. Ahora hay más artistas y más exposiciones. Y esto es mejor; nadie puede pronosticar de ahí una decadencia sino al contrario. En lo que no obstante habría que instruir es en que la calidad es también acumulativa. ¿Quién cierra el plazo de adquirir perfecciones? Pero la calidad pueden traerla todos los vientos y se aprende —se aprehende— evitando, precisamente, la dirección única. En un «Congreso de Calidad» para los artistas se daría, de seguro, esta pregunta: ¿Podemos «todavía» mejorarnos con Boticelli, con Durero, con Menling, o los hemos superado ya de una vez y para siempre? Inquietante pregunta extensiva a muchos aspectos. De cualquier forma, el prospecto del futuro no se improvisa. Querer calidad obliga a no hurtar ninguna mirada.
—¿Cómo se avanza?
—Pues se avanza con naturalidad. Como se pasea. Deteniéndose de cuando en cuando y mirando —enamoradamente si es preciso— el paisaje que se ha dejado atrás.
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