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AUTORIDAD

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 3 de marzo de 1978

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Pero la palabra «autoridad» no alude a nada nefando. ¿Por qué, pues, en la pregunta que le hicieron hace poco a un sacerdote —no sé en este momento si la recuerdo como de la televisión o de un periódico—, quisieron poner en un brete al buen cura incitándole a que declarara si era o no partidario del «Dios autoritario» de antes? Por lo visto, para el entrevistador hay un Dios de antaño y otro de hogaño. Y el antiguo está lastrado y herido de muerte por el estigma con que ahora algunos progresistas aspiran a dejar inservible cualquier institución o persona —todas del Rey abajo— marcadas con la fatal palabra: autoritario. La autoridad y su ejercicio, ¿son pecado? Entonces, claro, es blasfemo hablar de la autoridad de Dios, como lo sería imaginar en Él una crueldad, una sevicia...

Pero la palabra «autoridad» no alude a nada nefando. Y el delito sería teorizar la divinidad sin autoridad sobre el mundo. Autoridad viene de autor. Quien es hacedor de algo gobierna y corrige y acrecienta —en una palabra, manda— en su obra. Sobre todo cuando del Creador se trata. Pero es que también los hombres, desde el momento que tenemos reconocida una potestad, sea por derecho propio (caso del artista sobre la propia obra), o por delegación (la tarea política, por ejemplo), podemos, sin excusarnos, o más bien debemos, sin vacilación, asumir en pleno ejercicio la autoridad. ¿Qué causa impulsa a cierta gente a involucrar, empeñándose en poner la lógica por debajo de si misma, llamando peyorativamente «autoritarismo» al natural objetivo de procurar un orden y al de restablecerlo cuando se quebrante? No hay motivos visibles para esa aberración. Entonces hay que sospechar motivos tenebrosos, y ya en ese túnel es inútil proseguir con razones o discursos. No nos enteraríamos nunca.

Si lo que impera es el buen sentido, cualquier antinomia autoridad-libertad es radicalmente falsa. Pero cuando se profesa a la libertad un culto de «latría» la confusión es inevitable. Creo que, precisamente para evitar cualquier culto de «latría» que no sea el que solamente a Dios se debe, están las garantías de la libertad y... de la autoridad. No son conceptos opuestos por el vértice, sino complementarios. Uno y otro se apoyan mutuamente. Es la libertad la facultad que al hombre da autoría sobre sí mismo, que le hace dueño de sus actos. Tal autoría personal lleva aneja la autoridad, la disciplina sobre ese complejo entramado individual que cada uno somos. Lo primero es emprender la campaña de liberación sobre las fuerzas oscuras que alientan en el sótano. Ahí la educación que nos dan y que nos damos, a la que fundamentalmente tenemos opción. Logrado esto, y quizá nada más cuando se obtiene esta responsabilidad, esta autoría propia, tenemos el derecho a reclamar la libertad externa que propicie una atmósfera a la libertad interna que únicamente nosotros trabajando en intimidad podemos alcanzarnos.

Y llegamos al fondo de la cuestión. Las libertades, los derechos humanos que nuestra libertad interna cuando está madura demanda, son posibles porque una autoridad externa constituida asume el cuidado. ¿Cómo, sin embargo, la Ley y las leyes representan, según el criterio de los libertarios —que no liberales— al uso, todo un sistema de represiones? Precisamente la Ley, toda Ley, protege la justicia: es medalla la ley que lleva efigiada en el envés la garantía de un derecho y en el haz el mandato de un deber. Cara y cruz de la Ley. Es lo civilizado: asumir las dos posturas de la moneda. Empero, cuando la libertad interna no está a punto, cuando la responsabilidad no existe, se reclaman con furor las libertades anejas que, en tal caso, no sirve sino para acrecentar el juego bajo de la sub-persona. Y no; nada más que la persona que ha demostrado que es libre por dentro está en condiciones de asumir las libertades otorgadas. De tal forma que, entonces, la autoridad no será el instrumento que descargue el peso de la ley, sino la fuera liberadora que permita el juego limpio de lo individual en función de lo social y de lo social en función de lo personal.

Hay una «esclavitud libremente asumida del artista» —ha escrito en ABC recientemente Salvador de Madariaga— que facilita su triunfo y su vuelo. Precisamente esclava —en el noble sentido de la palabra— de una vocación, de un deber, de un fervor, es como la personalidad, liberada de su prisión, alcanza su vuelo. Nada más los libertarios, que no saben qué es la libertad, abominan de la autoridad que cuando sabe serlo, no puede arrugarse y ceñirse a un autoritarismo.