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Ya nos lo dice la prensa: se reunirá otra vez la Cámara de los Comunes, tras las vacaciones funerales, para proseguir en Inglaterra el debate sobre la política exterior. Nueve días de luto nacional, un magno entierro con reyes y jefes de Estado en la comitiva, expectación de las muchedumbres, accidentes y... dos viejecitos, un matrimonio, que mueren al presenciar el desfile por televisión. Después... después la vida sigue.
Lo agobiante, lo vulgar, lo agrio de la vida es que siempre está ahí a nuestro lado, con su urgencia, con sus exigencias. Ella nos va empujando hacia delante, cuando atrás nos vamos dejando, precisamente, lo mejor de nuestro tesoro. Se nos van cayendo las monedas al andar y... no es posible detenerse a recogerlas. Se quedarán allí, olvidadas en la ruta, apisonadas, enterradas en la arena. Y nosotros hemos de andar, andar adelante, sin descanso... Habrá una flor al borde del camino y el látigo del tiempo nos azuzará. Vendrá el accidente doloroso: se nos llenarán las heridas de tierra y no habrá medio de detenerse, ni ocasión de lavarse la sangre en el reposo. En las posadas apacibles se ofrecerá el buen vino reconfortante para la lucha; pero habrá que beberlo de prisa, sin paladear, porque afuera el mayor impaciente vocea su prisa destemplada...
Es la gran paradoja de la existencia. Todo lo que hay en nosotros «ha sido ya». Estamos hechos nada más de pasado. Y sin embargo nuestra vida entera está lanzada, irremisiblemente lanzada, hacia océanos desconocidos, proa a lo incierto. No es posible volver. El «ya» es la inminencia del «fue». Al hacerse las cosas actuales, se destruyen.
—Todo llegará —arguye la esperanza.
—Y su llegada, marcará su agotamiento.
No tenemos, claro, conciencia del futuro: por eso no nos atemoriza. Tenemos conciencia, sí, del pasado y sabemos que al fin hemos superado en él todos los obstáculos. Por mal que nos hayan ido las cosas conservamos en alto esta realidad primaria y fundamental que es la vida. Como no hemos muerto, no nos ha sucedido, en verdad, nada irremediablemente grave. Por eso, avanzamos siempre con un optimismo. No conocemos a la «muerte», no tenemos su intuición, carecemos de la experiencia del auténtico fracaso que ella, la muerte, es. Y como la muerte no es una vivencia nuestra, como no la hemos «sentido» jamás, casi no la tememos. Solo la conocemos por «información». Por eso, aunque el porvenir nos conduce fatalmente a ella, el camino no nos espanta. Sabemos racionalmente que vamos a morir. Pero nada más que racionalmente sabemos tal. Por eso, casi no lo sabemos...
La vida sigue... Ignoramos adonde nos lleva la vida. Y ésta, naturalmente, es su gracia. Conocer el futuro, como se conoce el pasado, sería morir de antemano. Es providencial que Dios que nos ha prometido la muerte, la ha esquivado al mismo tiempo; no la ha puesto en nuestro horizonte. Puede estar ahí mismo, pero no la vemos. Sería una mala cosa —por ejemplo— enterarse de que nuestra muerte será dentro de treinta años. El paso de cada día, de cada año, redoblaría la congoja de su proximidad. Pero así, no sabiendo cuando, apenas nos preocupa, aunque ese «cuando» sea... mañana. Creemos en la muerte, pero para «luego» —dicen los existencialistas—. Morir es siempre una cosa «después». Por eso a nuestra creencia en la muerte le sobra fe; pero creer en la muerte desde la vida ya es una creencia con «handicap».
La vida avanza, sigue... ¿Qué misterioso placer ha escondido Dios en el movimiento de las cosas? El placer es el movimiento. El niño que se ha subido por vez primera a un coche sabe que el movimiento entraña el más inefable deleite... Lo enseña la flecha lanzada al azul. Lo canta el concierto de la «música de las esferas». ¿Qué misterioso placer ha escondido Dios en el movimiento de las cosas? Hasta cuando, pasajeros del tiempo, nos movemos hacia la muerte, sentimos el íntimo goce de la velocidad, la honda satisfacción de que «la vida sigue...».
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