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La fiesta centrífuga.—
Nadie, en España, puede quitar a nadie la barata presunción de que pertenece a un «sufrido Cuerpo». Basta, a veces, cobrar un sueldo del Estado para pertenecer a un sufrido Cuerpo. O un sueldo de la Provincia. O un sueldo del Municipio. Ya se sabe que existen entre los hombres, y en todo el haz de la Tierra, vanidades muy económicas. Una de ellas, la de tener un soberbio resfriado. La de tener una heridita —con su vendaje y todo— en la muñeca, es otra. La de estar todo el santo día atareado y no disponer ni de un minuto de tiempo libre, no es la menor. Los humanos ostentamos —porque algo hay que ostentar siempre— nuestras deficiencias, nuestras limitaciones, como un honor. He aquí, pues, a los miembros de los «honrados y sufridos Cuerpos» (y el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra), exhibiendo a todas horas, en conversaciones, en duelos, en bautizos, en bodas, en todos los actos que componen la gama de las relaciones sociales; he aquí a los ciudadanos de los honrados y sufridos cuerpos, alardeando de su «callada, perseverante y mal retribuida labor». ¿Quién no es miembro —directa o indirectamente— del «sufrido cuerpo del Ejército», del «sufrido cuerpo del Magisterio», del «sufrido cuerpo de la Magistratura» o del «sufrido cuerpo de la Administración Local»?
Pero por Navidades y Año Nuevo —nadie puede negarlo— el sufrido Cuerpo por antonomasia, es el de Correos y Telégrafos. Ya cuando se inicia Diciembre, cuando va a llegar la Purísima, el Cuerpo prepara el parche ante la proximidad inaplazable del grano; ya, entonces, se formula la sana advertencia: Hay que depositar en los buzones las felicitaciones de pascuas, para evitar toda clase de embotellamientos, alrededor del quince de diciembre o cosa así. ¡Ojo! De no hacerse de esta manera, los vagones furgonetas de los correos harán descarrilar el tren por exceso de «chritsmas», y los pulmones de acero de los carteros, naufragarán por exceso de silbato.
Por eso, el 17 de Diciembre, había uno recibido ya el noventa y ocho por ciento de las felicitaciones de pascuas que tenía que recibir, y haya uno cursado ya, el 20 de Diciembre, el cien por cien de los plácemes de año nuevo que se consideraba obligado a dirigir.
Nadie, en absoluto, se acordó de felicitarnos las pascuas el día 25 de Diciembre. Este día —nada más— nos trajo el correo, esa cosa tan prosaica que se llama «reembolso». Realmente, ¿qué quedaba de la Navidad cuando amaneció el día de Navidad? Los «critsmas» estaban más que trasnochados, la lotería había pasado, estaba liquidada la paga extraordinaria... Parecía hasta una mañana de día laborable, porque como también la Misa había sido la noche anterior... Fue un día vacío y hastiado que vine después de la Noche-Buena. Un día en que casi resultaba elegante rechazar la bandejita de los polvorones, con un gesto displicente de úlcera de estómago. Porque también, el día 25 de Diciembre, tiene su «aquel» la vanidad de poder decir:
—No, por Dios, doña Pepa; a mí, bicarbonato.
Hay fiestas fijas, fiestas movibles y fiestas centrífugas. La Navidad, pertenece a la última especie.
Las «razzias» navideñas.—
—Entre la peste aviar y la Nochebuena... —podría quejarse la gallina, sino fuese tan tonta.
Y el pavo, le daría la razón, sino fuese tan «pavo». Porque la Noche-Buena, es la Noche Triste del pavo.
¿Por qué esta elección, este favoritismo, en «beneficio» de los «bichos de pico», cuando llega la cena de Navidad?
La «razzia» de los pavos, no levanta protestas ni en la Sociedad Protectora de Animales. Porque es una «razzia» con infinidad de intereses creados... Sería interesante el «punto de vista» del pavo al llegar estos días:
—¡Es un asco esta sensualidad de ese ser llamado hombre! Desdeña lo de llamarse «animal» como nosotros —pensaría el pavo si pensase— y, sin embargo, del animalísimo acto de comer, hace el centro de todas sus expansiones espirituales. No es capaz de «celebrar» nada, si no existe una comilona de por medio. Si no tuviese a todas horas animales que comer, ¿qué sería de él? Y, ¿qué sería de su cena navideña sin mí? Hasta de sus motivos religiosos, saca partida para llenar su estómago. ¡Qué animal!
Enero.—
¡Enero, enero... tienes nombre de cuesta! Pero es la «fama», ¿verdad? Tal como se ha puesto la vida, cualquier mes —el mismísimo Mayo florido y hermoso— es un Himalaya. La vida es un alpinismo en el que nunca falta el «picacho de cada día».
Lo que sucede, Enero, es que tienes que soportar de los hombres, de todos, la abrupta filosofía del «después» de la fiesta. eres un Lunes a grande escala; un lunes que dura toda una luna. Sobre tu faz escupen todos los oficinistas el malhumor de las nueve y media de la mañana, y todos los profesores encaran contigo su desgana de la primera clase, y...
Lo que sucede es que cuando pasa Reyes; cuando Enero, sin orla de pascuas, se presenta mondo y lirondo, es cuando hay que hacer efectiva aquella alegre promesa de «año nuevo, vida nueva», formulada entre sorbos de licor, en la Noche-Vieja, con varios días de fiesta por delante.
Enero, como el pavo, también puede tener su punto de vista. La Navidad, tal como la entienden los hombres —dice Enero—, es una fiesta bonachona y fofa: una fiesta sin nervio, sin acento; un lugar común de la sensibilidad; un tópico de la felicidad. La Navidad, tal como la entienden los hombres, carece de todo dramatismo cuando su conmemoración, precisamente, implica el más radical dramatismo de la Historia. La Navidad se ha aburguesado tanto entre la lotería, el turrón, la paga extraordinaria, las vacaciones y los cinco duros cedidos en un «alarde de generosidad» a los pobrecitos, que toda ella se ha vuelto sebo untuoso, sin hueso y sin fibra: sin verdad ninguna dentro. La Navidad, tal como la entienden los hombres, es un pastel hueco. Yo —concluye Enero— represento mejor a la realidad; yo no ofrezco facilones encantos a la gente. Por eso han inventado lo de la «cuesta».
Los Reyes motorizados.—
¡Ya es un fastidio tanto camello! ¡Teniendo las «vespas» al alcance de la mano!
El anacronismo de los Reyes Magos de Oriente, es bien manifiesto. Si no fuese porque son magos, ¿cómo en una noche iban a poder atender a los chiquillos de los dos hemisferios?
Pero no es fácil convencer a unos hombres tan «tradicionales» como Melchor, Gaspar y Baltasar. Como no se encargue de ello una agencia de publicidad de esas que patrocinan emisiones futbolísticas...
¿En qué higuera están ellos, los Reyes de Oriente? Ahora, a los chiquillos se les importa una higa los camellos, esa es la verdad. Si Melchor, Gaspar y Baltasar no pueden ya, por su edad, ser futbolistas —que es lo que únicamente les haría admirables a los ojos de los chiquillos— que sean, al menos, campeones motorizados. Ellos, para despertar admiraciones férvidas, emplean los conocidos sistemas antiguos: ellos son buenos, sabios, prodigiosos, sencillos. Pero si no disponen de un «motor», ¿cómo podrán convencer a nadie? Si no avasallan con su estrépito la calma ciudadana, si no se erigen en el pedestal del sillín, no dejarán de ser unos pobres hombres con corona y barbas.
Los tiempos cambian. Hay que renovarse. Renovarse —ya se sabe— trae consigo muchas renuncias. Si los Reyes absolutos de antaño han renunciado a su omnímodo poderío, si para subsistir en Suecia o en Inglaterra, se han visto precisados, por ejemplo, a confiar la carga legislativa sobre las espaldas, relevantes y revelantes, de los parlamentarios, ¿por qué no van a modernizarse también los Reyes Magos? ¿Por qué no renunciar al camello, y depositar sus tesoros de ilusión, cargados de juguetes, sobre las «anchas espaldas» del motor?
Alguien tendrá que escribir una carta a los Reyes Magos, diciéndoles todo eso. A ver si se enmiendan para el año que viene.
ANSELMO DE ESPONERA
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