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¿Cuándo amanece Madrid? A las nueve, ya Madrid es Madrid. Aunque ahora, en la cuesta debajo de diciembre, cada mañana tarde un poco más en erigirse, en izar su esplendor. Y no es que la ciudad se levante de una vez y por todas partes a un tiempo. Se inaugura antes la actividad —seguro— en la plaza de la Cebada que en el barrio de Salamanca... Terminaba hoy de cuajar el día en la mismísima plaza Mayor cuando mis arrestos de madrugador ocasional se disponían a estrenar no sé qué impresiones. Porque eso tiene la villa, eso tiene la capital de España: cabe desvelar en ella, a cada momento, un «punto de vista». Basta con orientar los pasos en un sentido o en otro. Pero para ir a Goya —yo tenía que ir a Goya— parecía temprano. Era temprano hasta para ir a Argüelles —yo tenía que ir a Argüelles—. La niebla de estas mañanas preinvernales de Madrid dura en unos barrios más que en otros. A lo mejor persiste más en los barrios elegantes, que tienen más tiempo, menos prisa, para desentumecerse. El caso es que calle de Toledo adelante, la mañana optaba claramente por el sol... Ahora los días amanecen perplejos, andan premiosos para definirse. ¿No hay siempre alguien, en la amanecida, que pronostica que va a llover?... ¡Pobre! Hasta que Febo —se dice todavía Febo?— penetra por las rendijas de las habitaciones y se pone, de nuevo, a glorificar al polvo. Ya es una lata. ¿Cuándo se tomará él las vacaciones? ¿Cuándo dejará un día Febo de...?
Bueno; yo iba calle de Toledo adelante sin saber a dónde —¿a dónde, Dios mío?—, con ese andar desconchado, blando, con que uno camina cuando por dentro le andan sueltos, sin semáforo ni brújula, los pensamientos. Es natural que la calle Toledo se parezca algo a Toledo, me razonaba yo. Los mismos rótulos gastados, anticuados en las tiendas; casi el mismo aire en el tránsito rodado: carros, carretas, carretillas en el asfalto. Un Madrid diluido en capital de provincia. ¿Habría más allá aún un Madrid diluido en pueblo? ¡Este Madrid! (¿Por qué decimos «¡este Madrid!» siempre para todo? Es una buena muletilla que nos excusa de pensar por nuestra cuenta sobre el significado de cualquier vario aspecto, novedad, sorpresa o gracia de la ciudad.)
Y como uno tenía deseos de buscar ocupación a esos pensamientos que se andaban hurgando las narices mientras la villa acicalaba su porte, reeditada ya bajo el «azul de diciembre», he aquí, burla burlando, la estatua de Eloy Gonzalo. ¡La Ribera de Curtidores, a un paso!
El Rastro. Llegar a él y disponerse a desempolvar —a sacar de la personal buhardilla, de la medio derrengada memoria— los tópicos pintoresquistas todo es uno. Buscaba yo resortes que hiciesen funcionar el mecanismo, bastante herrumbroso, de la evocación castiza, claro está. Con las manos en los bolsillos —Guadarrama de mis temores—, empiezo a mirar los puestos. ¿Iba queriendo adivinar, entre los vendedores de barato, a Polonia la mondonguera, a Ignacio el albañil, a la tocinera, a la panadera, al petimetre, al majo?... ¡Si estuvieran!... No he podido adivinar en qué tienda del Rastro yace el sainete, ese género que yo sabía herido de pronóstico reservado, porque, naturalmente, el tiempo ha dado más de un vuelco desde don Ramón de la Cruz acá; no he conseguido enterarme en qué yacija del Rastro descansa el sainete, que yo suponía malparado, pero no muerto. Porque como uno viene de provincias...
Así es que, en vista de la búsqueda infructuosa, hay que ensayar en el Rastro otra postura, hay que seguir por distinto camino. Tensar, por ejemplo y por si acaso, las cuerdas más o menos sentimentales. («Más o menos», porque de lo sentimental a lo sentimentaloide, ya se sabe...) Pero, consciente y todo del peligro lacrimógeno, me dije: ¿Afinamos, Fabio, los violines nostálgicos?
El Rastro, como punto de vista. Una experiencia para uso de moralistas y filosofantes. Porque, efectivamente, «este Madrid» es inagotable. ¿Dónde empieza y dónde termina Madrid?
Aquí, en el Rastro, termina. Aquí acaban de fondear en arribada forzosa, desarbolados, los bajeles de la dicha modesta. (Un dormitorio de madera de pino, a medio descargar, arrebatado de Dios sabe qué habitación barriobajera, está solicitando los trémolos, puede que delicuescentes, de la elegía.) Aquí han recalado, rotas las jarcias, zozobrantes, a la deriva, los bajeles esplendentes. (Una «sala de época» cobijada, esa sí, bajo techado, musita detrás de un escaparate el responso por una felicidad que debió morir hace setenta años.) ¡Ay de los lujos mobiliarios que ya no pilota ningún dueño! ¡Buques fantasmas de una gloria embestida por la mala fortuna! Y ¿no se retrataban tu abuelo y el mío, lector, a la hora del café, junto a mesitas de laca, como ésta..., con fondo de cornucopias doradas como ésa?
Aquí —acabamos de afinar, Fabio, los violines pungentes— termina Madrid, en la desolación de aquel abrigo (¿fue de algún muerto, Dios mío?), que cuelga grotesco —casi goyesco—, que grita macabro —casi solanesco— en la tienda del ropavejero.
Aquí termina Madrid, entre puestos de buhonería y de juguetes usados. (Algo hay más patético que una alcoba de segunda mano; es un juguete de segunda mano.) Aquí concluye, en un osario de piezas, de tornillos, de ferretería oxidada. Aquí, hecha sarcasmo, descuadernada la ironía; cabe un tenducho de material eléctrico averiado exponen su mérito, renegrido y vetusto, unas tallas románicas.
—¿Cuánto quiere usted por ese santo?
Un vergonzante rubor —reconocedlo conmigo—; una penosa violencia para los códices miniados, espesos de pergamino y de latín.
Aquí Madrid abre su escotadura tristísima y advertimos cómo una vanidad que se desangra busca, perdido el ritmo, ausente el pulso, los caminos de la desbandada. (Don Ramón de la Cruz, éste no es tu Rastro, que te lo han cambiado.)
Pero enfundemos ya, Fabio, los violines dolientes. Todos los días Madrid termina en el Rastro. Pero empieza Madrid, cada jornada, en la epifanía matinal de sus centros triunfales. Madrid, un poco como la esfera de que hablaba Pascal, ¿no principia a tener su centro en todas partes? «Este Madrid». Ya, a nuestro regreso del Rastro, la ciudad afila la punta del mediodía, la hora jocunda, para con ella dibujar el rasgo —y el garbo— gracioso de su gozo. Madrid es una inmensa noria de cangilones —de «puntos de vista»— exultantes. (Pero su agua amarga está oculta; apenas aflora, si no es para que nos demos una vuelta hacia «el Rastro por la mañana».
Es, de otra parte, la cosecha única que, en plena sequía pintoresquista, la contemplación del Rastro puede depararnos.
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