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Se juntaron en la cena de Navidad las tres generaciones; mejor dicho, se congregaron en torno a la mesa la generación de los hijos y la de los padres, con una representación de la casi extinta generación de los abuelos: un viejo arrugadito, como todos los viejos, sordo y hablador.
Ocupaba el anciano el lugar preferente de la mesa; pero era como un rey constitucional nada más, de esos que reinan y no gobiernan. El rey absoluto en esta ocasión era el nieto mayor, muchachuelo del bachillerato. Tenía una voz tonante para los criados y, cuando acaso tardaban en servirle, comenzaba a preludiar su impaciencia imitando, con el tenedor y la vajilla, las «Campanas de Santa María».
Navidad. Estupenda cosa... Principiaba el ágape. Era la hora grata —de verdad inefable— de la sopa de almendras: vértice de concordia de la familia, punto de intersección de voluntades. Todos empezaron a vivir intensamente el momento, la hora actual.
—María —dijo el abuelo a la madre—; esta sopa está riquísima. (El abuelito había llegado a la cena fatigado del viaje. Procedía de luengos tiempos, de esos tiempos que se pierden en el horizonte. Le había visto las espaldas al otro siglo. Caminó ya muchas leguas y, hasta llegar aquí, el misterio de muchas Nochebuenas había lanzado la semilla trémula a sus surcos. Por eso en su pecho se rompieron, de tan antiguos, todos los aljibes; y casi era igual para él, en su desorden emotivo, llorar que reír.)
—Lleva razón el abuelo, María —arguyó el marido—, esta sopa es maravillosa. (El marido pertenecía, naturalmente, a la «vida militante». Vivía esa época de la existencia en que ya apenas cuentan los sueños; en que ya las ideas cristalizadas —y burocratizadas— se conforman con las cosas tal como las cosas son, porque ¡qué se le va a hacer! Pertenecía el marido, quiero decir, a esa edad en que se dejan abandonados los aljibes hondos —musicales y difíciles— del corazón.)
—Mamá, mamá, está buenísima la sopa... ¿Qué viene ahora, mamá? —dijeron uno tras otro, los chiquillos. (Los chiquillos, como son chiquillos, no saben aún nada de aljibes. No sospechan que algún día puede la pena —cáncer de agua oculta, veneno profundo— mordisquearles la alegría.)
Hubo unos instantes de compenetración cordial. Después, cada vida reemprendió su ruta. Todos siguieron sentados en la mesa, casi codo con codo; pero las almas comenzaron otra vez a distanciarse.
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¿Fue una secreta, tácita, colaboración del vino? El alcohol es una buena cabalgadura para el espíritu. Jinete el pensamiento sobre el enardecido estímulo de la leve embriaguez, se advierte que no es tan largo el camino que nos separa de nosotros mismos. Porque, probablemente, lo más triste que nos ocurre es pensar que la ilusión —en vanguardia— avanzó demasiado, y que ahora, bloqueada, cercada, hostilizada, perecerá, destruida toda comunicación, todo enlace. (Y entonces... el efímero alcohol le tiende a la ilusión su puente de tablas... Y parece como si hubiéramos de volver a encontrarnos.)
Pero otras veces como en el caso del abuelito, el vino sirve de cabalgadura grotesca a la angustia:
—¡Qué curioso, Señor, qué curioso! —decía el pobre viejo con los ojillos refulgentes—. ¿No habéis leído el periódico? En un lugar de Francia se ha encontrado un cráneo de hace treinta mil años. ¡Vacío de pensamiento durante treinta mil años! ¡Ja, ja, ja, ja1...
—Cosas del abuelo. Dejadle. ¡Dejadle!
Y como al abuelo el tiempo le había roto los ocultos aljibes, lloraba y reía a la par:
—¡Qué pena, Dios! ¿Por qué sobrevivirá el estuche y se perderá la joya? Cráneos, cráneos... Cajas vacías, cajas vacías. ¡Ja, ja, ja, ja! Treinta mil años la caja vacía; y llena... sesenta años nada más.
—Acuéstate abuelo. Por favor, acuéstate. Estás cansado. ¿Quieres ser bueno, abuelo?
El abuelo se acostó. Y los niños pidieron más turrón. Y luego se fueron también a la cama, quejumbrosos de sueño.
Cuando quedaron solos él y ella, dijo la mujer:
—Si vieras que día de ajetreo. Estoy cansada.
Se sumió en un sueño vegetal, doblados los codos sobre la mesa.
Acariciaba él un instante el cabello de la bella, dulce, triste mujer fatigada. Y, de pronto, advierte en los senos remansados de su propio corazón en silencio el secreto rumor del aljibe hondo.
Tañen las campanas en la alta noche, anunciando la Verdad renovada.
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