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Andrés Segovia encarna su sensibilidad y su intelecto en una esencial «bonhomía». Como decía fray Luis de la música del ciego Salinas, «el alma se serena» en todos los conciertos de Andrés Segovia. Pero también la mirada, la voz, la comunicación personal con el artista transmite una sedancia al ánimo. Andrés Segovia, afortunadamente, no es un genio «neurotizado». Cuentan las estadísticas —que por lo visto lo saben todo— que el sesenta por ciento de los adultos habitantes de nuestro planeta (al que, de otra parte, hemos dado en denominar «azul») padecen enfermedades psíquicas, y que el porcentaje aumenta si lo referimos a los artistas y a los genios. Pero yo creo que en todo esto hay una especie de «bluff». O de «boom»... (Quizás alguna vez se llame neurosis al simple cretinismo, porque la neurosis «viste» y la tontería no viste nada.) Me confirmo en mi opinión, hoy, después de una breve conversación que he tenido la honra de sostener con Andrés Segovia. Me da la impresión de que Goethe —glorioso ejemplar humano— debía tener un talante espiritual —y quizás también corporal— parecido al de nuestro egregio comprovinciano.
Claro está que el artista, cuando inserta su selecta calidad intelectual, su sensibilidad o su carisma, en una constitución psíquica normal, es, desde luego, mejor artista. El artista, si hombre normal, dos veces bueno. Mucho cuidado con creer que la extravagancia, la pelambre lírica o la pelambre física, dan carácter al genio. Nada de eso. Hay, sí, muchos artistas y sabios «a pesar» de sus extravagancias; pero nunca, precisamente, a causa de la extravagancia.
Andrés Segovia —don Andrés Segovia— ha recorrido bastantes veces los cinco continentes. ¿Habrá muchos españoles que conozcan el mundo, nuestro mundo, mejor que el linarense universal? Andrés Segovia es un «mundano», en el mejor sentido de la palabra. Se advierte en la exquisitez, en la finura de su trato. Andrés Segovia habla y... escucha. El concertista tiende siempre puentes de cordialidad con el interlocutor. Se nota que no es una cordialidad de oficio, sino íntima, constitutiva de la urdimbre de su talante humano. Repito lo de la «bonhomía» de Andrés Segovia. Y pienso que una persona egregiamente inteligente es, casi de necesidad, auténticamente buena. Estimo que aquello de que el genio está más allá del bien o del mal es una «salida» de Nietzsche que ha tenido mucho éxito por la comodidad que predica. Pero un hombre de verdad talentudo no busca la comodidad. Ni tapa sus agujeros con parches tomados de retóricas remendadas.
Andrés Segovia está en el borde de los ochenta años; pero se cambian con él unas palabras y uno se queda convencido de la juventud de Andrés Segovia. ¿Dónde está la juventud? ¿En la edad, en las arterias, en las ideas, en el corazón? La juventud es, seguramente, una concentración de energía. Mientras se acomete la tarea vital con entusiasmo, la esencial juventud no cesa. Así, vista la cosa así, la juventud es la «salud que se procura cada uno». Una salud de espíritu que mil veces es capaz de doblarle el pulso —de vencer— el deterioro de las arterias, el derrumbamiento de las ilusiones. Porque a todo el mundo se le derrumban unas ilusiones. Si sabe sustituirlas por otras, sigue siendo joven. Si no acierta a sustituirlas se sume en la vejez. Y esta vejez viene a veces a los veinte años...
Me he preguntado qué pensará la juventud de Andrés Segovia, este octogenario lleno de proyectos, insuflado de ardientes vivencias. He preferido inquirir la respuesta de él. Don Andrés Segovia me ha dicho:
—Respondo con un hecho. Hace poco en Florencia, con motivo de un concierto mío, miles y miles de jóvenes gritaban enardecidos en la puerta del local donde se iba a celebrar el concierto. Gritaban enardecidos y protestaban, ¿sabe por qué? Protestaban porque se había agotado el taquillaje y no habían podido adquirir entrada. Es el homenaje mejor que yo he recibido de la juventud. Homenaje hecho explícito una hora más tarde, en los aplausos unánimes que siguieron a mi actuación. Creo que la juventud está salvada cuando sabe distinguir la calidad.
En Florencia ha sucedido recientemente eso. En Florencia, y en mil lugares más. A veces calumniamos a la juventud, identificándola con un sector juvenil de indeseables. Cuando la auténtica juventud se encara con un hombre del talento, del talante y de la frescura espiritual de Andrés Segovia, entonces la juventud sabe hacer honor a su nobleza. Y se olvida de todas las veleidades. Y vuelve a saber que el pan se llama pan, y el vino se llama vino.
(Enhorabuena a Villacarrillo por el homenaje que acaba de tributar a Andrés Segovia. Enhorabuena a Linares que ha sido la ciudad madre, la «ciudad que lo parió». Enhorabuena al Santo Reino, siempre ufano de este hijo preclaro.)
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