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(Trabajo distinguido con el Premio al Tema Segundo de la VI Fiesta de la Poesía de Úbeda)
Un místico en el estante
Ahora nos ponemos a mirar en torno y decimos: «Se ha elevado el nivel de vida». O, quizás, exclamamos: «El nivel de vida es bajo». O pensamos: «Mejorará el nivel de vida»... Siempre igual. Lo mismo en todas partes. Aquí y allí. El nivel de vida: obsesión. Objetivo. Blanco de los propósitos. Meta de los programas.
Bien. ¿Eso es todo? Y... ¿qué es el nivel de vida?
La vida, a la altura de si misma. Eso debe ser. Porque la existencia de cualquiera tiene que tener una elevación. La vida es algo que debe alzarse, que no puede permanecer en una oscuridad... Porque la luz es para ella y el color también. La vida a la altura de la verdad, ya que la vida es verdad. Eso debe ser.
Eso debe ser. Pero... ¿es eso?
Ahora la altura de la verdad importa menos. Cuando nos decidimos a buscar los datos para el recuento, cuando nos preparamos para diagnosticar el nivel de vida de un pueblo, preguntamos enseguida por sus espectáculos, por sus diversiones, por sus campos de deporte... Luego, en segundo término, por sus fábricas, por su industria o por sus establecimientos comerciales. Más tarde, probablemente, por la riqueza de sus campos. Al final, en ocasiones, por sus instituciones de cultura. No queda tiempo a veces para preguntar por su espíritu. Hay una jerarquización a la inversa: una subversión de valores.
Puedo que por eso a nadie se le ocurre decir que «vive bien» el hombre que desarrolla un trabajo ilustre. Al contrario, ese hombre no puede vivir bien... Con mucha más razón, y por el mismo motivo, nadie se pone a contar lo bien que lo pasa el poeta —ponemos por caso—. Y... ¿cómo va a decir nadie que el santo tiene un excelente nivel de vida?
El fenómeno no es tan sencillo como parece. No se nos tache de ingenuos, ni se nos diga que hacemos juegos de palabras. Es que, real y verdaderamente, la excelsitud de la vida se mide desde hace mucho tiempo —no sé si desde el origen de los tiempos— por el rédito de placer que proporciona. El materialismo tiene un lenguaje que, antes o después, todos hemos adoptado para el uso corriente. El materialismo llamó bien al placer, y ya unos y otros, tópicamente, nos hemos contagiado de su jerga. La palabra «Bien» ha sido bombardeada por los hedonismos de tal forma que, o ha cambiado de acepción pasándose al bando ambiguo —«bien», sinónimo de «riqueza» contante y sonante, sea cual fuere—, o ha quedado (según el común criterio) inservible: hombre bueno, sinónimo bastantes veces de hombre tonto.
(—¿Se ha elevado el nivel de vida?
—Hombre, sí.
—¿De verdad, de verdad, se ha elevado el nivel de vida?
—Bueno, bueno; según lo que entendamos por vida.)
Y es el caso que, desde el punto de vista cristiano, punto de vista que, en principio, todos los hombres de alto nivel aceptan, la vida es... renunciamiento.
Desde el punto de vista cristiano no es buena vida sino la de los santos, porque solo ellos han sabido ponerla a la altura de la verdad; únicamente ellos han acertado a peraltarla, como una fuente viva, a la altura del depósito distribuidor de la Gracia.
¡La Gracia!, otra palabra fundamental del cristianismo con la que estamos poquísimo familiarizados la mayoría de los cristianos; cuyo significado trabucamos a cada instante. Otra palabra de la que se ha olvidado el origen. Hoy llamamos «hombre de mucha gracia» a cualquier persona —a cualquier persona con visos, a veces, de animal o cosa— que empieza a sacar chistes de la faltriquera. Poquísimas son las veces que nos acordamos de la otra Gracia en presencia de un hombre superior. De un místico, por ejemplo.
Porque es el caso que también la palabra «místico»... No terminaríamos nunca de señalar con el dedo palabras y más palabras heridas del impacto materialista.
En efecto, el materialismo —llamémosle positivismo, o de otra manera, si nos gusta más— apenas sabía ver en el místico otra cosa que el porte de recogimiento externo, accesorio, falible y suplantable. Y como no quería ver más allá de sus narices, como la espléndida luminosidad interior del místico le estaba vedada, concluyó por denominar místicos a los hipócritas. Así, sin más ni más.
Y así, sin más ni más, todos, en el lenguaje de a diario, hemos llegado a decir alguna vez. «Dios no quiere misticismos. Lo que quiere Dios es...»
¿Qué sabemos nosotros lo que quiere Dios?
Y si supiéramos lo que nosotros queremos... Por supuesto, en el mejor de los casos, ser buenos cristianos, sin comprometernos en «beatos» —otro vocablo desintegrado—, amar a Dios sin olvidar nuestro negocio, ser humildes con tal de que nadie nos moleste... Etcétera.
Menos mal que, de vez en cuando, la vida o la obra de algún santo, olvidado o no, se nos pone delante por una u otra circunstancia. Entonces confrontamos nuestra pereza con su amor. Y durante algún tiempo —durante algunos instantes por lo menos— trazamos nuestros pensamientos con perspectiva. ¿No es eso, perspectiva, lo que nos falta a muchos para enjuiciar y apreciar las cosas? El egoísmo, la codicia, la ambición, los pecados, nos improvisan una vida de primeros planos, urgentes e inapelables, por los que el recto criterio no puede caminar. Pero he aquí que la palabra de un santo —de cualquier santo— diseña en el cuadro de nuestras vivencias un sentido, una dirección, una hondura. Distinguimos entonces entre lo pequeño y lo grande, entre lo próximo y lo lejano. Surge la meditación: buceamos en los abismos íntimos que no nos habíamos detenido a explorar. Viene la inquietud; habla el espíritu que permanecía callado —o acallado— por la violencia pasional. Empezamos, entonces, a darnos cuenta de que el nivel de nuestra vida no está a la altura deseada, a la altura del Bien y de la Verdad.
Un día lloviznoso de Otoño, un día melodioso y tierno de cara a lontananzas imprevisibles —el otoño siempre es una posibilidad, puede encerrar en todo caso una sorpresa— nos hemos puesto a curiosear en una biblioteca. Es un acceso de nostalgia el motivo determinante que nos lleva, con demasiada frecuencia, a descansar nuestra mirada sobrecargada de actualismos sobre los estantes de una biblioteca. En los libros está lo que fue, lo que sería, lo que será, lo que habría de ser... ¡Quién sabe! En la biblioteca están los gérmenes del porvenir, los esqueletos del pasado; la biblioteca es muerte y resurrección, recuerdo y esperanza.
Esta vez, de los estantes hemos sacado un libro poco moderno. Un libro nada antiguo. Un volumen más bien eterno: San Juan de la Cruz. Obras escogidas.
Con el libro debajo del brazo, hemos atravesado luego la ciudad en el pluvioso, musical, trémulo atardecer... Hombres de su prisa; muchachitas de su belleza; jefes de su empresa; obreros de su padecer. Burgueses de su buena vida... Transeúntes, todos, en la hora crucial, bajo la lluvia. Escaparates iluminados. Sordina de hogar tras las ventanas encendidas... Parejas de novios... Una tenue campanita lejana; ¿la campana de un convento?
Hemos atravesado la ciudad. Ya hemos llegado a casa. Ya estamos ante nuestra mesa. Ya hemos abierto el libro: San Juan de la Cruz. Obras escogidas.
Lo que vale un pensamiento
Hay un razonamiento clave en San Juan de la Cruz. A nuestro entender, toda su vida y su obra gira alrededor de este razonamiento. El santo lo propone con rigor lógico, muy semejante en la forma al famoso entimema de Descartes. La doctrina espiritual entera del Doctor Extático se yergue sobre los cimientos firmes de tal juicio que corresponde a uno de los «Avisos o sentencias espirituales». Dice: «Un solo pensamiento vale más que todo el mundo; por tanto solo Dios es digno de él».
Es difícil, punto menos que imposible, comprender plenamente a San Juan de la Cruz cuando no se parte de un supuesto de intimismo, cuando no se quiere reconocer que, dentro de cada alma, hay inmensas provincias inexploradas. Es lo que cuesta trabajo saber a la generalidad de los hombres de nuestra época que todo quieren comprenderlo desde afuera. La Civilización, desde el Renacimiento acá, ha abandonado, por así decirlo, la colonización de aquellas provincias interiores: ha dejado de cultivar la intimidad y, con ella, el espíritu. Ya tiene categoría de dogma o poco menos, aun entre gentes no precisamente impías, el pensar que vale más una máquina que un razonamiento, y más un puente que una obra de arte, y más cien pesetas que una plegaria: más, en suma, una acción —física, técnica o... financiera— que un simple pensamiento. Hemos abandonado la vida a la acción y hemos ido estrechando círculos concéntricos alrededor del espíritu...
Decir esto no es derivar a una gazmoñería. Lo contrario, precisamente. Están ahora, pisando firme en el mundo, los gazmoños de la Técnica: los otros celebrantes o sacristanes de un culto nuevo e implacable. ¿Un culto demoníaco? No; nada de demoníaco: hasta angélico, en sí, si se quiere. Pero un culto que si no se supedita, si no se jerarquiza —y no se supedita ni se jerarquiza de hecho— está llamado a dar al traste con la misma Civilización que lo creó.
Si fuera factible estudiar la personalidad de cada hombre, como se estudia, en los textos, la disposición de los terrenos geológicos, observaríamos el grosor desmesurado de la capa externa —la capa social— del individuo en flagrante desproporción con los sedimentos subyacentes. Todos vivimos de cara al público más que de cara a nosotros mismos. Luego, bajo la formación estructurada de convencionalismos, la vida particular conforma su curva a tenor de los accidentes exteriores.
Ahora bien; la vida particular no es, todavía, la vida interior. Hasta ahora por lo menos, vida particular la tiene cualquiera. Pero vida íntima...
Esta es la cuestión.
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