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¡Qué mundo!, ¿eh? Y ¡qué vida ésta! Los suspiros “son aire y van al aire” ; pero al salir el suspiro encuentra la palabra y se vertebra la queja…¡qué mundo éste! Y, sin embargo, este mundo es la escena, también, de los poetas y de los santos.
Porque cada uno encuentra en seguida su estúpido que zaherir, su loco de quien hablar; no es difícil que cada uno tenga para las ocasiones su malvado, inclusive, del, que hacer uso en el placer –barato– de la murmuración. Pero cerca de nosotros pueden alentar, alientan de seguro, las almas limpias. ¿Pocas? Por lo pronto, ahí están los poetas. (Poesía es el arte de ruborizar al pensamiento haciéndole afluir a la faz el ardimiento oculto.) Y los ascetas, pagando los cristales que los demás hemos roto. Y los justos que viven en esperanza…La Tierra es destierro, y, no obstante, mirada con ojos limpio ofrece su cara de paraíso perdido. Los árboles, el agua, la luna y los pájaros son inocentes. Hay espíritus con perfume de flor, no lejos quizá de la planta venenosa, del hombre que no ha cavado pensamientos ni ha cultivado amores. ¿Por qué todo tan repartido y… tan poco separado? La discriminación del trigo y la cizaña es una operación sutil reservada a Dios. Aquí todo, informe, crece junto y hasta amiga junto. Con frecuencia, dentro de una misma alma. Y ése es el drama. Porque extirpando cizañas corremos el riesgo de malograr espigas. O espigando podemos herirnos. Y viviendo, inutilizamos razones. Y cuántas veces la razón –mal esgrimida– inutiliza vidas. Ahí está el drama.
Los poetas han elegido la mejor parte. Van soñando caminos. Pasan mostrando tirsos de belleza. Noblemente –tímidamente, porque la nobleza desecha la baladronadas– se acercan a nosotros hombres confusos con su ofrenda lírica. Están las cosas concretas, rotundas, definidas; llega el poeta –huso y rueca– y ataca, audazmente, la madeja uniforme, laminando los conceptos hasta sorprender los hilos extraños. Llegan los poetas, lanzan su metáfora y la lengua canta, musical, como una doncella encandilada de piropos… Mejor aún si los poetas mondan los conceptos y los presentan en su desnuda integridad, sin adherencias. Cuando la idea se desnuda es siempre bella. En el último fondo, belleza y verdad coinciden. ¿Belleza y verdad unidas no constituyen, acaso, el entramado, el dibujo, la forma del Bien?
Es, justamente, lo que en este artículo se pretende considerar. La verdad, la belleza y el bien no forman compartimentos estancos. ¿Tres poderes? ¿Tres “estados”? No; nada más tres vertientes, tres aspectos de una pureza única. Trinidad –belleza, verdad y bien– que muchas veces no se manifiesta ostensible porque sucede, ocurre, que una “falla” originaria plegó la vida, el mundo, rompiendo continuidades y dislocando concordancias. Exactamente, como en la geogenia acaece en el hombre. Desnivelada, presionada, la primigenia estructura quebró su armonía, y el Bien roto tomó nombres diferentes. Nombres, según la altura. ¿Cómo unos se quedaron con la poesía; otros, con la razón; otros, con la virtud; otros…, sin nada? Quizá hay criminales con una honda vena poética y santos con subsuelo de terrosa, anodina vulgaridad. En ciertos hombres está encima lo que en otros yace. Topamos con los del buen fondo –“en el fondo es buena persona”– que erizan en la superficie sus púas de agresividad. Como contraste, no es difícil tropezarse con los que enseñan una dulzura –que no es necesariamente ficticia– y esconden con loable esfuerzo sus bajos instintos. Todos, por eso, merecemos piedad. El mundo, sí, es una falla asombrosa. No son raras las simas que enriquece el oro y las cumbres que coronan las malezas. El mundo es un fracaso –clave: la Caída– con fragmentos sublimes de su primer orden, de su divina estirpe. Cascote de gráciles ánforas rotas es la Humanidad, si bien cascote redimido de Esperanza…
La mejor sorpresa es cuando encontramos, concordantes, razón, bondad y belleza; cuando advertimos que ningún plegamiento hostil ha deshecho dentro del hombre la perfecta unanimidad. Me fijo, ahora, en San Juan de la Cruz –cada año, en noviembre, San Juan opone sus categorías a las anécdotas de Don Juan–, síntesis maravillosa en que se “confabulan” el más elevado lirismo, la más fina sabiduría, el más denodado esfuerzo de la voluntad. Santo de “líneas armoniosas”, espíritu sin zonas de hundimiento. Leyéndole, pensamos –vemos– que el mundo del santo y del poeta procede de la misma raíz, o, mejor, que el santo es la lógica consecuencia del poeta cuando éste, en lugar de pararse, avanza; avanza sin temor a los “fuertes y fronteras”.
Uno tiene sus preferencias. Para mí, cuando leo a Juan de Yepes, el “otro” poeta es Antonio Machado. Cuando leo a Antonio Machado, el “otro” es Juan de Yepes. ¿Verdad que son muy distintos? Pero la misma agua mueve sus molinos…
Previa una labor de prospección, la vena poética del autor de «Soledades», ¿no se hermana con la del autor del «Cántico»? Pero , claro está, la tectonia es diferente en uno y otro. El de Fontiveros prefirió mantener las “líneas armoniosas”, pero hubo alteración en la disposición, hubo ruptura en los estratos del “profesor de lenguas vivas”. Y, a la postre, la sedimentación espiritual que uno y otro ofrecen no puede resultar más distante. A don Antonio se le esconde Dios entre la niebla –él lo dice–; Juan de Yepes hace el vacío de la “Noche oscura”, y en el centro de las “Nadas” se le aparece el Amado. Al poeta, los suspiros se le tornan hieles; a “San Juan del Ay” –“¡Ay, quién podrá sanarme!”–, en los gemidos le florecen rosas. Machado desfallece en la búsqueda; el carmelita rastrea trascendencias en la emoción transida de las cosas:
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y yéndolos mirando
con sólo su figura
vestidos los dejó de su hermosura…
¿Termina el poeta donde el santo empieza? En el de Fontiveros, el “logos” se sublima; pero en el cantor de los campos de Castilla el “logos” se derrumba, deviene en “pathos”. Y, sin embargo, los dos han renunciado al “mundo”, a ese mundo que juzga por las apariencias sin penetrar la desnuda belleza. Los dos han visto el “prado de verduras, de flores esmaltado”. Ante él, el frailecico inundado, cegado por la visión, inquiere, pregunta, anhela; “Decid si por vosotros ha pasado.” Jadeante, montero mayor del espíritu, suelta sus lebreles:
Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas,
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras
y pasaré los fuertes y fronteras.
El fraile, osado, emprende la aventura; pero Machado –triste maestro de melancolías– ha enflaquecido en la demanda:
¡Ojos que a la luz se abrieron
un día para, después,
ciegos tornar a la tierra
hartos de mirar sin ver!
Y por eso en “San Juan de Ay” cesa la angustia en el hallazgo:
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Mientras el profesor de Baeza nada más sueña:
Anoche soñé que oía
a Dios qritándome ¡Alerta!
luego, era Dios quien dormía
y yo gritaba ¡Despierta!
¡Qué mundo!, ¿eh?... “el ave divina, trocada en pobre gallina.” Habrá que saltar las bardas del corral. Pero, ¿quién sabe el ardid? ¿Quién acierta el camino? ¿Y las alas…? Juan de Yepes cuenta su huída:
En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada
salí sin ser notada
estando ya en mi casa sosegada;
a escuras y segura
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a escuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.
San Juan de la Cruz es el poeta, con todas las consecuencias, que “continúa”, que no se contenta al soñar caminos; que sigue el camino hasta agotar la andadura. Porque al final de la línea poética, si no hay “falla” ni quiebra, está ciertamente Dios.
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