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Nos preguntamos unos a otros por la fe. Decimos que se ha perdido. Y es peor, quizá, cuando no se sabe si se tiene o se ha extraviado. Este tiempo, para muchos cristianos, es muy así. Los ateos del siglo pasado llamaban al ateísmo por su nombre. Yo encuentro en ellos cierta honradez intelectual. Donde no la encuentro es en quienes mezclan o combinan una creencia de propia confección con una incredulidad de particular hechura. Así sale esa cosa (¿) tan rara que se llama «ateísmo cristiano». O sea aberración que, teniendo menos consistencia lógica y ontológica que un cuento de hadas, se irroga tremendas calidades de drama —drama metafísico— hasta llegar a la audacia (que parece blasfema y no es nada más que pedante, a la audacia de llamarse «teología de la muerte de Dios»).
Es mejor, lector, que dejemos esto y que tomemos camino hacia alguien que nos proporcione viático. Viático de doctrina firme que en este peregrinar nos conforte. Y ahí está, por ejemplo, San Juan de la Cruz. El 14 de diciembre de 1591, San Juan de la Cruz hizo que le leyeran unas estrofas del «Cantar de los cantares». Las paladeó y dijo: «¡Oh, qué bellas margaritas!». Era en los últimos momentos de su enfermedad. Estaba convertido su cuerpo, al decir de su biógrafo fray Crisóstomo de Jesús, en «retablo de dolores». Murió aquel mismo día a las doce de la noche. En Úbeda. Fosforecía en la mirada del moribundo una repentina felicidad que se había abierto paso a través de la maleza de su lucha. Era la Esperanza. «Me voy a cantar maitines en el cielo» son las postreras palabras del poeta.
¿Qué nos enseña San Juan de la Cruz de la fe? ¿Qué nos dice de esa lámpara para la noche que la gente pierde en la noche, y la pierde frívolamente, sin pena, sin preocuparse de volverla a hallar, como si de un abalorio, de una sortija de bisutería, de un alfiler de corbata se tratase?
A Juan de Yepes, quizá desde su cárcel de Toledo, o quizá desde su libertad de «música callada» y de «soledad sonora» de «Los Mártires» en Granada, al pensar en Dios se le ocurre la imagen de la fuente: «Qué bien se yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche». «Aquella eterna fonte está escondida —que bien se yo do tiene su manida— aunque es de noche». Maravilla de versos, bajo cuyo recamado se percibe el latido y la respiración de la verdad.
Concebido Dios como Fuente, parece lógico que habrá que sentir la fe como sed. La fe es una gracia, una dádiva, pero que hay que desear como desea el caminante la fuente en el camino. El se da, pero precisa que le busquemos. No nos sirve la fuente si la sed falta. Y querer creer es ya iniciarse el expediente para creer en efectividad.
Todos los caminos del agua en la «fonte» tienen comienzo. Ahora bien: las dificultades de la fe vienen de que la fuente está escondida y en que es de noche. Ante eso, surgieron y surgen los analistas de la fe. Los fideístas quisieron creer entonces nada más con la voluntad. Y los racionalistas nada más que con la razón. Y los poetas nada más con el sentimiento. Y los pragmáticos haciendo sus cálculos. No, no, no puede ser. Se cree con la vida entera o la fe se tambalea. El caso es que las «dificultades» dan su genuina grandeza, su dimensión profunda a la fe. Es el «aunque es de noche» la circunstancia que dota de calidad, fuerza y patética belleza a la aventura venturosa de la creencia. Lo de «buscar a Dios entre gemidos» del agónico Pascal, es quizá una condición. No hay fe fácil, ni facilona, ni cómoda, ni risueña. No es «servicio contratado». En Juan de la Cruz es «noche oscura».
Y... ¿cómo buscar entre la «noche»? La pedagogía del autor del «Cántico espiritual» se reduce, nada más y nada menos, a encender la «llama». «¡Oh, llama de amor viva, que tiernamente hieres —de mi alma en el más profundo centro! — Pues ya no eres esquiva— acaba ya si quieres, rompe la tela deste dulce encuentro». Y, por supuesto, la «noche» de la fe es concéntrica para el místico doctor con otra «noche»: la de la renuncia. Así, «llama» y «noches» componen su vigoroso claroscuro. No basta el ejercicio ascético de «hacer noche», es decir, de silenciar luces y apagar sonidos, si, al par, el alma no fulge «con ansias en amores inflamada», capaz de salir sin ser notada», «a oscuras y segura», «en secreto». He aquí cómo el sublime fraile, que a todos nos advierte que «al atardecer examinarán de amor», da a la fe y al encuentro con Dios carácter de «fuga». (¿Fue Sartre quien escribió despectivamente que muchos descansan en la fe como en una almohada? ¡Qué va! La fe es limpia y bella y sutilísima zozobra en este mundo de seguridades compradas, tarifadas y aparentes; en este mediodía a base de «luces de neón» como diría Marcel.)
Y ya que la fe complica a la «noche» con la «llama», a la renuncia con el amor; ya que concilia el «venir a gustarlo todo» con el «no quieras gustar algo en nada», San Juan de la Cruz hace de magistral manera, en perfecta dialéctica, la síntesis de los contrarios, cuando escribe de «un entender no entendiendo, toda ciencia trascendiendo». Precisamente este entender no entendiendo, avanzando más allá de cualquier hallazgo, o fragmento, o párrafo desconectado; superando el dato, el hecho o el fenómeno estrictamente científico; precisamente eso es la fe. Genuina «nueva frontera» para un tiempo que alardea de ambicioso.
Ni científica ni anticientífica —más bien acientífica— la fe sabe que para el creyente existen los misterios y no las «problemáticas». Gabriel Marcel (otra vez Marcel) ha distinguido con entera nitidez el mundo de los problemas (objeto de las ciencias) del mundo de los misterios.
Creo que San Juan de la Cruz meditaba estas cosas en sus silencios y contemplaciones en «Los Mártires» ante el despliegue fervoroso de la Naturaleza. La Naturaleza, ese mundo de Dios: es decir, ese mundo que aún no se ha hecho mundano. Pero es que a nosotros nos faltan los silencios. Y los necesitamos, como auténticas zonas verdes del espíritu. Sin silencios, se nos pierde todo: hasta la fe. Maeterlinck escribía: «Pésanse las almas en el silencio, como el oro y la plata se pesan en agua pura».
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