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La gente confunde actividad con movimiento y movimiento con traslado. Cree que quien hace es quien más se mueve. ¿Acaso la ardilla hace más que el gusano de seda? O estima que quien más se mueve es quién más se traslada. Se llama hombre activo al que no abandona el automóvil, yendo de acá para allá en cada instante, y dejando mientras en absoluta inactividad al músculo y al espíritu. Recorre veinte paisajes por hora y no ve, no se pone a mirar ningún árbol. Pasa por delante de todas las catedrales y de todos los hombres, en turismo delirante, urgente, sin tener el buen sentido de pararse un instante ante la catedral o ante el hombre para la pura contemplación.
¡Contemplación! ¡Cuánta actividad hay dentro de un minuto de contemplación! Es lo que hay que enseñar al hombre desde niño en esta época de acción sin destino, de velocidad sin meta, de pluriempleo sin dedicación, de consumo desenfrenado, de ingestión atropellada a la que falta el complemento indispensable de la reposada digestión.
¿Por qué no hacemos personas, acostumbrando al hombre a mirarse, a digerir el mundo que en torno le envuelve, las sensaciones que le acosan, las ideas que se le aglomeran encima, amenazadoras, como cúmulos de tormenta, como nubes erectas de desarrollo vertical? ¿Por qué no nos avezamos al turismo de casa propia, al turismo interior? ¿Por qué no nos damos a la observación cordial, enamorada, interesada, atenta del misterio que entraña la hoja de un árbol, el pensamiento de un hombre, –"un pensamiento del hombre vale más que todo el mundo", decía San Juan de la Cruz– el recóndito impulso que nos puja y nos empuja en los fondos ocultos –más abajo aún del subconsciente de Freud– donde habita la Verdad?
No, no y mil veces no. No llamamos inmovilista al hombre que contempla, piensa o se vierte en la oración –tres aspectos de una misma realidad–, supeditándole al hombre embarcado en el traslado incontinente de la acción –acción, acción y acción–, que llamaba Pío XII "herejía de la acción". Eduquemos un poco al hombre en un humanismo que revierta al hombre.
Bien está la técnica, pero que no nos envenene su abundancia; démosle el digestivo de la auténtica Ciencia. Bien está la acción, pero que no nos ahogue en sus prisas. Equilibrémosla con un proceso de interiorización espiritual. Bien está el traslado; pero dirijámoslo al genuino movimiento. Y necesario es el movimiento; pero llenemos el movimiento de actividad.
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