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LA HISTORIA EN EL VOLANTE. NAVIDAD A LA VISTA

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 9, núm. 99, noviembre y diciembre de 1958

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La Historia –¡qué carrera!– marcha veloz, rauda, ella no sabe adónde, con el pie en el acelerador. Es un vértigo. Cuando miramos atrás, si miramos atrás, el paisaje se agranda y se aleja, se ensancha y se hunde. Y la memoria –no hay una técnica para dilatar la memoria– va perdiendo, uno a uno sus puntos de referencia. Al huir, los recuerdos se nos quedan, desgajados, como raíces muertas, al borde del camino. Quizás hay que desprenderse de ellos porque son un lastre. Y las dulces impresiones que perfumaban probablemente nuestra vida; las dulces esencias extractadas de la felicidad que se ha hecho añoranza, se nos evaporan en la prisa, se nos derraman en la urgencia.

¿A dónde nos llevas Historia? ¿Qué cita tienes acordada con el destino? (El paisaje se agranda, el paisaje se aleja.) ¿Por qué esta marcha desazonada, anhelante? ¿Quién te espera al fin de tu ruta? ¿Quién, que así tensa tus nervios y tu sangre, está esquilmando las últimas reservas de una serenidad, está quemando las últimas defensas de una dicha? Ya se ve que no puede ser un amor sino una mancebía quien te aguarda... Otras veces, historia, descansabas dulcemente a lo largo de tu carrera. Buscabas el soto umbroso, sosegado, que tonificase tu voluntad y afirmase, en el reposo, tus ideas. Era en los tiempos luminosos en que el dolor –porque siempre ha tenido que haber dolor– al alzar la cabeza se encontraba con el cielo. Era en los días en que el espíritu se sentía fiel reflejo de un bien trascendente. Los hombres, al hurgarse dentro, encontraban siempre en su corazón alguna onza de oro. Porque no es que ahora los hombres sean peores; es que ahora los hombres no allegan verdad, no ahorran virtud para el día del riesgo impensado. Se consume todo –hasta la belleza– en el minuto actualísimo, en el minuto vivo. No queda reserva, ni sedimento, ni asiento para recurso, para consuelo de esa posible indigencia espiritual que siempre nos anda rondando la ocasión... Ahora –sea permitida la expresión– el mundo carece de despensa. O ahora al mundo se le ha congelado el capital. Y se reacciona, poniendo el pie en el acelerador. Porque caminando aprisa, más aprisa, hay la seguridad de que algo –aunque sea una catástrofe– se nos acerca, senos viene, se nos entrega.

* * *

Y sin embargo, de año en año, la Navidad sale al paso de la Historia con su enseña de Paz, con su exhortación, con su lema: «Gloria a Dios en las alturas...» Es una señal luminosa, empapada de Esperanza, frente a tanto aviso de «Peligro» que atenaza, que amenaza, la Historia en el volante.

El paisaje se aleja, el paisaje se ensancha; los recuerdos se olvidan, los recuerdos se pierden. La Historia tiene una amnesia y para el dolor de sus entrañas huecas la Historia se emborracha de velocidad. Es su droga. Pero la Navidad es terca. Cada año despliega su vieja, maravillosa bandera con un optimismo generoso, desbordante. Un manantial oculto, inextinguible, aflora del corazón de la Navidad... Ya han bordado de nuevo los ángeles en la vieja bandera su lema de cristal: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz.» La Historia trae, como siempre, un ansia, una angustia, una desazón, una prisa, una urgencia. Frena un poco, Historia. Deja que el paisaje se aquiete, detente un instante a oír el susurro de las brisas, a recibir el mensaje de las flores, a respirar el efluvio de una serenidad cargada de esperanzas. Ponte, Historia, a dialogar con la Navidad. Y que tu vértigo atormentado se encalme con la dulce habla: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz.» «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz...»