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Vamos, otra vez, a empezar. Esta es la sensación del Año Nuevo. Esta es su ilusión. Empezar, ¡qué palabra! Huele a niño recién venido y candoroso; huele a cuartilla nítida, a papel satinado. Suena a expectante obertura musical, a primer verso. Sabe a primera copa. ¡Quién no quiera, otra vez, empezar que alce el dedo!
Y esperamos al Año Nuevo como quien espera al tren en una estación de tránsito. Subimos a él enracimados y aprisa, alertas al pitido, como si temiésemos perder al borde de la última campanada, el estribo. Las doce uvas con como doce maletas ofuscadoras que hay que acomodar atropelladamente, contra reloj, en el gaznate. Apenas ingerida la última, el tren –digo el año– se pone en marcha. Y comienza a desfilar el paisaje.
El año, ¿tendrá accidentes? ¿Descarrilaremos? Esto es lo que todos pensamos –y lo que todos callamos, para no resultar unos aguafiestas– al subir al Año Nuevo. No, no dejamos que aflore a los labios esa filosofía pesimista barata que todos llevamos dentro. Al contrario, al penetrar en el tren lo hacemos tocados con un cucuruchito de alegría de papel colorado encima de nuestras preocupaciones. Y unos a otros nos arrojamos la palomita mecánica y leve de la cordialidad: ¡Felicidades! ¡Felicidades!
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Enero. Nadie puede negar que el principio del viaje es feliz. Hay que asomarse –admirados– a la ventanilla. Apenas traspuesto el día primero con charreteras de gran gala y fiesta de guardar –paisaje de infinitos Manolos y Manolitas que tenían prisa para celebrar su onomástica–, se avizora enseguida el Día de Reyes, conmovedor paraje poblado de hadas, sueños y poemas.
Pero después, viene la cuesta. La cuesta de Enero. De pronto, todo se pone árido y los «pasajeros» abandonan la ventanilla del calendario, dejando pasar los días, como kilómetros fatigosos. Los cucuruchitos de papel colorado están ya aherrojados y sucios en el departamento.
Apenas iniciado Febrero, los viajeros del año nuevo se ponen a contar los días que faltan para llegar a la Primavera. Y, enseguida, surge el enterado que adelanta la noticia del retraso del tren. No siempre se llega a la Primavera cuando el almanaque marca el 21 de Marzo, como no siempre se pasa por Bobadilla cuando el reloj señala las nueve cuarenta y cinco. Y no quiera usted saber las protestas contra la Renfe; quiero decir las protestas contra el tiempo, tan poco puntual con Flora.
Además, en las inmediaciones de la Primavera, es cuando llega casi siempre el revisor, en forma de galeno. ¿Está nuestro billete en regla? ¿Están en regla nuestro hígado, nuestros bronquios, nuestro corazón? Hay un sutil temor. ¿Y si el revisor nos dijese que teníamos que «descender» en la próxima estación? Es una pena bajar del tren cuando el campo, con tantas flores, se pone tan bonito. Y, sin embargo, muchos, ¡ay!, reciben la noticia de que tienen que apearse, de que no tienen billete sino hasta el 9 de marzo o el 15 de Octubre.
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―Y, ¿esto qué es?
―Esto es Mayo.
―¿Mayo? Cuando el pasado pasé por Mayo, era muy distinto.
―Eso decimos siempre; pero siempre «marzo florido y abril hermoso, sacan a mayo ventoso y lluvioso».
―Los meses se han hecho unos herejotes. No atienden nunca al corrector de pruebas.
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Y el viaje, prosigue. Al pasar el ecuador del año, a la gente se le sube la fiesta de San Juan a la cabeza. De todo ha habido desde que nos subimos al tren. La alegría y la desgracia han ido trenzando los días con sus hilos opuestos. La vida, bilingüe, ha ido conjugando su raíz radical, su esperanza, con desinencias de bonanza unas veces, de borrasca otras. Y al llegar San Juan..., ante el paisaje pleno, ante el espectáculo de la vida total, de la vida-vida, la particular de cada uno se llena de afirmaciones verdaderas y falsas. Porque las «vacaciones» son para eso: para que cada uno vierta en su vida todos los acentos de su genuino sentir. Es el momento en que el viajero del departamento suelta las amarras y comienza a hablar de sí mismo, a ser enteramente el mismo. Antes, ha estado constreñido por los convencionalismos y, ahora, se declara. Antes ha tomado parte en el diálogo; ya, es monólogo.
¡Vacaciones! Vuelta al ser de la intimidad, a la sinceridad, al descanso: al egoísmo.
A mitad de año, con la holganza –de quince días, de un mes, de dos meses– deja de interesarnos el paisaje exterior. Nos miramos dentro y nos interesamos a nosotros mismos sobre todas las cosas. Entonces, somos como el viajero antipático que o cierra las ventanillas para dormir él, o las abre del todo para hablar de sí y no dejar dormir a los demás.
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Pero el otoño nos hace descender de nuestro olimpo particular y nos reintegra a la delicadeza. Para eso Octubre con su sol que acaricia sin herir, con su voz que invita otra vez al diálogo, a la piedad. Con su sentido ascético que desorienta al egoísmo. Para eso Noviembre con su mojón ineludible de la fiesta de «Todos los Santos» y con la presencia de la muerte en los árboles que pierden la memoria de sus hojas. La vida, la propia, vislumbra por un momento la jerarquía de una calidad –lo mejor– sobre la muchedumbre hambrienta e indistinta, cuantitativa, de las «afirmaciones vitales». La vida ve una vanidad donde antes quería ver un acento: una nada donde antes se figuraba un color.
Noviembre: tiempo de introducir en nuestro lecho a la Verdad que nos libere del frío ambiente. Tiempo de ver que en el fondo de la personalidad sólo había un ruido de aire: época de acallar la sinceridad, para que prorrumpan en la cuenca vacía del silencio los pífanos divinos.
―Al pasar por Noviembre ―dice el viajero bonachón― siempre corre un relente de aburrimiento...
―¿Quiere decir un relente de tristeza? Vd. llama aburrimiento a la tristeza: la desacredita mucho. Hace de una melancólica reina destronada, una vulgar mujer.
―¿Qué más da? Ya en la próxima estación ―diciembre― bajamos. Tomamos un nuevo tren. Una vida nueva.
―¿Usted cree?
* * *
Y Diciembre se llena de cuidados para el trasbordo: de balances, de exámenes, de cuentas arregladas. Vamos a bajar del vagón. Todas las amistades que hemos hecho en el tren son efímeras: nos apearemos, ¡desagradecidos!, sin despedirnos siquiera de nuestros buenos sucesos contraídos en el viaje. Dejaremos en el departamento, arrugadas, las envolturas de nuestras ilusiones desempaquetadas en el año. Y algún periódico desplegado, alguna actualidad muerta, arrojada en un rincón...
Solo que, al bajar, el aire de Diciembre nos echará en cara el auténtico principio siempre antiguo sin embargo: la única Novedad de la historia: la novedad de la Navidad. Y nosotros, oreados de una Gracia que llega del Oriente ―como una brisa embalsamada y pertinaz entre el oleaje furioso de los vientos―, nos pondremos a peder para nosotros ―hombres viejos― el favor del hombre nuevo.
Año nuevo, vida nueva. ¿Será, una vez, posible?
Anselmo de Esponera.
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