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A propósito de detallismos, cuenta Erasmo el caso del predicador que tardó toda una Cuaresma en relatar a sus feligreses la parábola del hijo pródigo: el buen clérigo ilustraba la descripción del regreso a la casa paterna con toda clase de minucias, por supuesto, fantásticas: «Un día el hijo pródigo tomó pastel de lenguado en un albergue, a la mañana siguiente jugó a los dados con unos mercaderes, un atardecer —de cielo nublado, por cierto—, se hizo un rasguño en la pierna derecha...»
Esta devoción medieval al pormenor puede resultar agradable en pintura. Cuando, por ejemplo, los van Eyck se detienen en el diseño amoroso de las cofias, de la estofa de los vestidos o de los capiteles de las finas columnas, sus cuadros traen un hálito de estupendo realismo. Lo que sucede es que el detallismo transferido a la literatura o a la oratoria se hace más cuantitativo que cualitativo —como observa Huizinga— y por eso enoja y fatiga. Con la prolijidad retórica se pierde la «unidad de tono», se olvida el diapasón.
Pero cabe otro concepto de detallismo a la moderna. Aquí no se trata de yuxtaponer los sucesos con sus mil arrequives auténticos o soñados, sino de erigir a cualquiera de ellos en centro emisor de energía pictórica o de dinamismo poético. Se amplía, como con teleobjetivo, un minúsculo accidente y el resto del cuadro o de la descripción funciona sometido a su influjo. Hasta cierto punto, los impresionistas proceden así con el «detalle» de la luz.
¿Y qué es el buen periodismo sino un empeño de detallismo radiactivo frente al detallismo estático de las narraciones sin fin? Sospecho que a los enviados especiales les dan los directores de los periódicos encargos como éste:
—Partiendo del color del traje de su ocasional interlocutor, informe usted sobre la religión, costumbres, economía y posibles cambios políticos del país de referencia, cuidando de no salirse mucho del tema del color del traje.
Hay una niña en la ventana de una esquina de una calle de la ciudad. Si se describe el arco de la ciudad, tomando como centro a la niña, la crónica acerca del resultado de las elecciones municipales irá incrementada de un cálido coeficiente de expresividad.
En Parlamentarismo Español, uno de los libros de Azorín menos leídos, se recogen algunas crónicas políticas escritas por el autor entre 1904 y 1916. Los motivos que sirven de arranque a los artículos parecen en principio insignificantes. Cuenta Azorín el gesto, la sonrisa, la postura de un señor diputado. O describe el atuendo y alude al alfiler de corbata de un señor ministro. O informa de cómo el señor conde de Romanones da una palmada en el hombro a un correligionario «en la corta peregrinación que se ve obligado a hacer desde el despacho de los ministros al banco azul». «Después de Julio Burell —escribe— ha hablado el señor Salmerón. ¿Qué voy a decir yo del señor Salmerón? Se hace un breve silencio en toda la Cámara...»
Un inventario lo dice todo y a penas expresa nada. Y un relato prolijo puede dejarnos en la ignorancia. Es difícil que uno puede hacerse cargo de cómo era una sesión del Parlamento en 1914 a través de los discursos «yacentes» en el «Diario de Sesiones». En cambio, las crónicas de Azorín pueden comunicar por un instante la impresión de que conoce uno el intríngulis del asunto debatido casi con igual clarividencia que el mismo don Antonio Maura... El secreto no está en contarlo todo, sino en proyectar un haz luminoso sobre algo. Los reflejos hacen lo demás, informan de lo demás. Pero, ¿quién acierta en la posición exacta del espejo? Esa es la cuestión.
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