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CONCILIO Y JUVENTUD

Juan Pasquau Guerrero

en SAFA. Nº 36. Noviembre y diciembre de 1965

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¿Estaba “vieja” la Iglesia? Es, quizás, lo primero que ahora se pregunta un joven porque, realmente, estimada la vida con criterio biológico, la vejez es pecado. La respuesta, sin embargo, no puede ser afirmativa porque juventud y vejez son conceptos que aluden al tiempo y la Iglesia no es propiamente del tiempo, aunque en el tiempo se realice. Habrá que decir, pues, que, probablemente, las plasmaciones eclesiales –o, como se dice, las estructuras- adolecían de cansancio, porque una postura largo tiempo mantenida fatiga. Algunas posturas de la Iglesia habían envejecido, pero no su vigor, o su músculo, no su fuerza. Los árboles no envejecen ni mueren en el otoño; nada más se les caen las hojas para hacer posible una nueva primavera. De la misma manera, la Iglesia no envejece en ninguna coyuntura histórica, pero, de vez en cuando, renueva su fronda.

El Concilio, por tanto, significa una primavera más de la Iglesia que siempre es antigua, pero jamás vieja. Es su diferencia radical con lo puramente humano e histórico. Nosotros, en cambio, llegaremos a viejos, pero nunca a “antiguos”. La vejez es una fatalidad y la antigüedad un privilegio. Creo, pues, joven amigo, que tu primera “reacción” ante el Concilio debiera consistir en tu homenaje a esa “antigüedad” nunca vieja, perennemente nueva de la Iglesia. “¡Oh Belleza siempre nueva!”, exclamaba San Agustín refiriéndose a Dios. Como Dios, su Iglesia es para Siempre. Y este Siempre significa que no podemos decir, sin error, que la Iglesia se afilía a éste o aquél tiempo. Pasado mañana habrá otros hombres sobre la Tierra y nuestros métodos vitales de ahora mismo resultarán caducos. Pero la Iglesia no caducará porque si adopta cada día una postura acorde con el tiempo, su Anatomía y su Fisiología Sobrenaturales en cambio, jamás cambian.

Es conveniente pensar en todo esto porque alguien puede creer que la Iglesia es de su partido; es decir, de su edad, es decir, de su temperamento, es decir, de sus ideas, de sus mismas ideas. Realmente el Reino de Cristo no es de este mundo y cualquier acción temporal de la Iglesia es un medio y nunca un fin. Cristo no se afilía nunca a nuestras ideas. Son nuestras ideas quienes tienes que afiliarse a la Idea de Cristo. Yo creo que el Concilio –lo expresa su misma etimología- no vino a quitar sus razones a nadie, pero tampoco a avalar la razón de cualquiera. Precisamente el Concilio, concilia. Su recomendación es –estamos hartos de leerlo y de oírlo- la Unión. De ahí que nadie está autorizado a interpretar el Concilio con arreglo a su unilateral y exclusivista interés. No puede entenderse el Concilio con prejuicios de derecha ni con prejuicios de izquierda. Y hay que observar su letra desde la atalaya de su espíritu. Quiero decir que no es lícito “recortar” ninguna de sus afirmaciones o recomendaciones aislándolas de las demás. No valen miopías. Los árboles no pueden impedirnos la vista del bosque. Hay que “aprenderse” todo el Concilio estudiándolo desde todas las perspectivas. Aprenderse de él nada más que un “párrafo” es fraude y dolo.

Por supuesto la Idea matriz de la Iglesia en el Concilio es la de la vinculación del Hombre a Dios, a lo Trascendente, a lo Sobrenatural. Esta es una enseñanza radical. Este es su postulado básico. Y esto no puede constituir ninguna novedad en la Iglesia. Entonces, para mayor eficacia de este postulado eterno, la Iglesia renueva sus estructuras. Y eso es todo. Ahora bien, repetimos, la Iglesia no es vieja ni es joven. La Iglesia es nada más y nada menos que antigua, gloriosa y dolorosamente antigua.